La justicia panameña enfrenta hoy una profunda crisis de legitimidad, en la que el respeto institucional parece ceder ante intereses políticos y económicos. En el centro de esta tormenta se encuentra la polémica suspensión del beneficio de jubilación con el último sueldo para magistrados que no provienen de la carrera judicial, es decir, aquellos designados directamente por el Ejecutivo y ratificados por la Asamblea. Una medida que, lejos de ser un hecho aislado, refleja un patrón acumulativo de concentración de poder.
La figura de la presidenta de la Corte Suprema de Justicia es particularmente simbólica en esta coyuntura. Su actuar, que parece colocarse por encima incluso del Presidente de la República —en un país sin Vicepresidente—, ha estado marcado por gestos de autoridad y blindaje que generan inquietud en la ciudadanía. Su ascenso, respaldado por una estructura de poder cada vez más opaca, se manifiesta incluso en símbolos tan llamativos como el hecho de que su asistente cargue su cartera mientras ella camina escoltada por un fuerte dispositivo de seguridad.
Durante las recientes elecciones, su influencia no pasó desapercibida: logró moldear el escenario político al impulsar la figura de un nuevo candidato, bloquear a otro aspirante con posibilidades y dejar fuera de juego al más popular. Este episodio evidenció una intromisión directa del poder judicial en el proceso democrático, debilitando aún más la ya frágil confianza en las instituciones.
Ahora, la reapertura del debate sobre la minería en Panamá vuelve a poner en tela de juicio la imparcialidad de la Corte. Aunque existe una ley vigente que prohíbe nuevas concesiones mineras, los intereses económicos parecen abrirse paso a través de resquicios legales, aprovechando un entorno judicial cada vez más politizado. El reciente recurso de inconstitucionalidad contra el contrato con Panamá Ports ha mostrado que la Corte ha dejado de ser un espacio puramente jurídico para convertirse en un tinglado político, donde los fallos parecen responder más a coyunturas y alianzas que a principios legales.
A todo esto se suma el hecho de que solo el 10% de los expedientes llegan a la Corte, lo que evidencia una justicia selectiva. Y mientras la carga de trabajo aumenta, el número de jueces no se ha incrementado hasta los 25 que serían necesarios para una administración más eficiente.
En resumen, la confrontación entre el respeto al orden judicial y la gula económica amenaza con desdibujar los principios fundamentales del Estado de Derecho en Panamá. Lo que está en juego no es solo la imparcialidad de la Corte, sino la esencia misma de la democracia y el equilibrio de poderes.
El autor es abogado.
