Circula por redes panameñas un video de José Antonio Marina en el que explica algo básico: se respeta al que opina, no lo que opina. Esta obviedad también sorprende en España, donde igualmente se adolece de pocas lecturas y de una memoria cortoplacista. Opinar es un derecho de quien habla; respetar lo opinado es una opción de quien escucha. De ambos es la defensa de la libre expresión.
Aprovecho para recomendar encarecidamente la lectura de al menos dos de los muchos libros de Marina: La inteligencia fracasada. Teoría y práctica de la estupidez y Las culturas fracasadas. El talento y la estupidez de las sociedades. La recomendación es urgente: nuestra necesidad de asideros reflexivos ha tomado tintes dramáticos. Hemos vivido creyendo que toda opinión es válida, y hemos cometido el pecado original mediático: pensar que opinar en redes sociales te convierte en un sesudo pensador. Lo peor es que algunos creen que eso es respetable.
Lo que sí merece toda defensa —y es termómetro de las sociedades democráticas— es la libertad de expresión. Pero los “repartidores del derecho a opinar” copan las redes y discriminan por acento o cercanía con el tema, en este caso, Panamá. La estupidez mayor, que compromete cualquier inteligencia que puedan tener, es creer que su opinión vale más por ser panameños, por pagar seguro social o por militar en tal o cual partido. Como si estar bajo alguno de esos rótulos habilitara automáticamente la capacidad de opinar. Pero se lo creen, y miles los siguen.
“El corrupto tiene que defender el mismo orden legal y moral que transgrede, porque es precisamente del que recibe sus beneficios extra… Necesita que los demás sean confiados para abusar de ellos", dice Marina. No solo es una opinión respetable e inteligente: refleja con exactitud el punto en que nos encontramos como país. Todo parecido con nuestra circunstancia no es coincidencia: es retrato.
El autor es escritor.

