El 19 de septiembre de 2025, el Comité Asesor en Prácticas de Inmunización (ACIP) de los CDC puso sobre la mesa una propuesta peligrosa: retrasar la dosis de nacimiento de la vacuna contra la hepatitis B. El argumento que acompaña esta idea es “restaurar la confianza pública” en las vacunas. Pero cuando hablamos de la salud de los recién nacidos, no se puede negociar con la evidencia. La confianza no se gana exponiendo a los más vulnerables a riesgos prevenibles.
La hepatitis B es una enfermedad silenciosa y devastadora. Puede causar cirrosis y cáncer de hígado, dos condiciones que acortan la vida de manera dramática. El riesgo de enfermedad crónica depende de la edad en que ocurre la infección: mientras un adulto tiene un 95% de probabilidades de recuperarse, un bebé infectado tiene un 90% de posibilidades de desarrollar cirrosis o cáncer hepático. En los niños de 1 a 5 años, el riesgo ronda el 30%. En otras palabras, cuanto más pequeño es el niño, mayor es el peligro de quedar marcado de por vida.
La vacuna contra la hepatitis B fue licenciada en 1981. Desde 1991, los CDC (Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades) de Estados Unidos recomiendan que todos los recién nacidos reciban la primera dosis en las primeras 12 horas de vida, no solo los hijos de madres infectadas. ¿Por qué? Porque las estrategias iniciales de vacunar solo a los bebés de alto riesgo no funcionaron.
Primero, porque no todas las madres reciben el tamizaje prenatal: alrededor del 15% en Estados Unidos no lo hace. Segundo, porque ningún test es perfecto: 5% de las infecciones pasan inadvertidas. Tercero, porque una mujer puede infectarse después del primer trimestre, cuando ya se hizo el tamizaje. Y cuarto, porque la mitad de los niños infectados en 1991 no contrajeron el virus de sus madres, sino por contacto casual con portadores crónicos que muchas veces ignoran que están enfermos.
Aquí está la verdadera amenaza: la hepatitis B es hasta 100 veces más contagiosa que el VIH. El virus puede sobrevivir hasta siete días en superficies y transmitirse a través de restos microscópicos de sangre en objetos tan comunes como toallas, rasuradoras o cortauñas. Con millones de personas viviendo con infección crónica en el mundo —y más de 2 millones solo en Estados Unidos—, ¿cómo saber quién puede estar en contacto con un recién nacido? ¿Una cuidadora, un familiar, alguien en la guardería? La respuesta es simple: no podemos saberlo. Por eso, la única estrategia eficaz es proteger a todos los bebés desde el primer día de vida.
Algunos comparan con países como Dinamarca, que aplica la vacuna a los dos meses. Pero olvidan un detalle fundamental: Dinamarca tiene una incidencia mucho menor de hepatitis B y un tamizaje prenatal altamente confiable. Estados Unidos no es Dinamarca. Panamá tampoco lo es. Retrasar la dosis aquí es como dejar a un recién nacido indefenso en una playa solitaria, sin protección, frente a un mar lleno de peligros invisibles.
La evidencia es clara: vacunar en las primeras 12 horas de vida salva vidas. No hay beneficios en retrasar esa protección, solo riesgos. La vacuna es tan segura al nacer como a los dos meses. Cada día sin inmunidad es una oportunidad que el virus puede aprovechar.
Hoy, en un clima político cargado de desinformación, la amenaza no es solo el virus. También lo es la narrativa que pretende que la mejor forma de recuperar confianza es desmantelar programas que han demostrado eficacia durante décadas. No podemos caer en esa trampa.
Retrasar la dosis de hepatitis B al nacer no trae beneficios, solo riesgos. Y los únicos que se benefician de esa decisión son quienes quieren hacer las vacunas menos accesibles y más temidas. Los que sufrirán, sin duda, serán los más vulnerables: los niños a quienes tenemos la obligación de proteger.
La autora es pediatra.

