En Panamá repetimos la palabra “desarrollo” como un mantra. La usamos en discursos, conferencias y comunicados oficiales. Pero pocas veces nos detenemos a mirar el territorio con la honestidad que merece. El debate en torno al proyecto del Río Indio nos coloca frente a un espejo incómodo: ¿qué entendemos realmente por progreso cuando este implica decidir sobre el agua, la tierra, la identidad cultural y el modo de vida de comunidades rurales que existían mucho antes que cualquier estudio de factibilidad?
Lo que está en juego no es simplemente un embalse. Es la forma en que concebimos el campo y a quienes lo habitan. Los moradores del Río Indio no le temen al desarrollo; lo que rechazan es ser tratados como una variable sacrificable del mismo. La participación ciudadana no puede seguir siendo un trámite burocrático, una reunión protocolar donde el micrófono se abre solo para legitimar decisiones ya tomadas. La verdadera democracia territorial exige algo más incómodo: escuchar de verdad, ceder poder y aceptar que la voz comunitaria no es decorativa, sino vinculante. De hecho, la propia ACP ha reconocido impactos humanos, sociales, económicos, físicos y naturales en al menos 75 lugares poblados del área del proyecto, y ha destacado la colaboración de más de 765 familias que aportaron voluntariamente información fundamental para el futuro desarrollo del territorio.
Porque el agua del Río Indio no es solo un recurso. Es herencia. Allí el agua es memoria, alimento, trabajo y espiritualidad. Es la columna vertebral de la agricultura campesina, de la pesca artesanal, de los huertos familiares y de la vida cotidiana de cientos de familias. Reducir su valor a una función estratégica para la infraestructura nacional es un error que muchos países ya están pagando caro. Un proyecto verdaderamente sostenible no comienza con excavadoras, sino con cuencas vivas: suelos regenerados, bosques restaurados, agricultura responsable y una gobernanza del agua que nazca desde la comunidad hacia el Estado, y no al revés.
Pero hay un elemento aún más valioso que rara vez aparece en los informes técnicos: la gente. Campesinos, agricultores, recolectoras, artesanas, pequeños emprendedores y familias enteras que han sostenido este territorio con dignidad, incluso cuando el país solo parece mirar al campo cuando necesita apropiarse de sus recursos. Ese modo de vida rural austero, resiliente, profundamente ligado a la tierra, es patrimonio panameño. No puede ser borrado en nombre del Canal, del “crecimiento” ni de ningún discurso que promete futuro sacrificando el presente de quienes han sido los guardianes silenciosos del ecosistema.
Si Panamá aspira a un proyecto hídrico emblemático, la respuesta no está en repetir el modelo extractivo del siglo pasado. La oportunidad es otra, más audaz y más inteligente: convertir a Río Indio en un laboratorio de planificación territorial sostenible. Un territorio donde el agua se gestione con criterios ecológicos y donde las comunidades sean socias del desarrollo, no víctimas colaterales. Un espacio que combine agricultura regenerativa, turismo rural, producción orgánica, fortalecimiento de emprendimientos locales y corredores biológicos que devuelvan vida a la cuenca.
Capacidad existe. Hay talento técnico, conocimiento local y organizaciones comunitarias dispuestas a colaborar. Lo que falta es voluntad política para cambiar la forma en que Panamá ha gobernado históricamente sus territorios. El debate sobre Río Indio no debería dividirnos; debería despertarnos. El agua es el corazón del país: sin ella no hay Canal, no hay ciudades, no hay agricultura, no hay futuro. Pero proteger el agua jamás puede significar despojar a quienes la han cuidado durante generaciones.
Hoy tenemos una oportunidad que rara vez se presenta: pasar de un proyecto hídrico convencional a un proyecto territorial justo, regenerativo y profundamente humano. Un proyecto que dignifique a las comunidades en lugar de desplazarlas. Que restaure la naturaleza en vez de degradarla. Que construya confianza en lugar de conflicto. El desarrollo verdadero no se impone. Se co-crea. Y para lograrlo, Panamá tiene que escuchar y atreverse a gobernar su territorio de una manera distinta.
El autor es arquitecto y estudiante de maestría en Ordenamiento Territorial para el Desarrollo Sostenible.


