“Centro bancario de Panamá”. Estas palabras generan controversia, no solo fuera del país, sino dentro. ¿Está hecho para lavar dinero? ¿Sirve a la corrupción local e internacional? Con la mala fama que adquirió Panamá como “paraíso fiscal”, basta que solo un banco tenga negocios turbios para desprestigiar a todos los demás, aunque algunos hacen esfuerzos para mantener pulcras sus operaciones.
Pero dejémonos de hipocresías. Salvo que la corrupción local sea ducha en el manejo de cuentas internacionales –cosa que dudo, porque tenemos los corruptos más básicos del planeta–, incluso manejando cuentas offshore, el dinero robado al Estado pasa por nuestra banca local: transferencias de efectivo, blanqueo de capitales, tarjetas de crédito, compra y venta de oro, instrumentos financieros, bienes inmuebles, etc. Hay incontables modalidades y a ello se suma el hecho de que en Panamá el secreto bancario es más respetado que la celebración del carnaval.
El resultado es que tenemos un sistema diseñado, cortado y hecho a la medida para ocultar fortunas sin explicación; que los banqueros cierran sus ojos sabiendo que hay dinero sucio que entra a sus instituciones; que saben mucho más de lo que admiten. Pero dinero atrae más dinero y ellos también ganan millones con sus actitudes pusilánimes y santurronas, o sea, complicidad pura y dura.
Si bien hay bancos que quieren hacer lo correcto, lo cierto es que tienen fallas y el dinero sucio se cuela por las muchas rendijas que tiene la regulación bancaria y la de los propios bancos. Pero también hay bancos que aceptan lo que sea: dinero que huele mal desde Copenhague hasta una remota sucursal del Banco Nacional en Bocas o Darién.
En la investigación del bufete de Mossack Fonseca (Panama Papers), recuerdo una guía de bancos locales que había elaborado la firma para sus clientes. Los clasificó en tres grupos: el primero –en el que figuraban los grandes– ponía muchos “peros”. Sin embargo, el tercer grupo –todos bancos pequeños– era el que recomendaba si el cliente quería entablar relación con un banco sordo, ciego y mudo. Lo mismo leí en el caso Odebrecht: los operadores financieros preferían los bancos pequeños para lograr estrechar vínculos con su personal y obtener ventajas, como ignorar toda regulación local o internacional.
No tengo dudas de que hay banqueros –y miembros de sus juntas directivas– que saben de la inmundicia, pero guardan silencio; ese, el cómplice. Pueden, sin limitación alguna, rechazar clientes, pero no lo hacen. Y la Superintendencia de Bancos, pudiendo regular mejor este sector, está más pendiente de la comodidad de los “clientes institucionales” que del buen nombre del centro bancario.
Sencillamente, no hay necesidad de tener la plata mal habida bajo el colchón, enterrada, en un congelador o en una bóveda secreta. Con la influencia política indicada y calificada, nada de eso es necesario. Así me lo espetó en mi cara un banquero, señorón, pero nada kosher, cómplice de actos de corrupción en su banco. Así es que los políticos corruptos de Panamá están tranquilos. No están solos, porque si bien los banqueros no son los que matan la vaca, sí son los que le agarran la pata.
