Hay que admirar a los políticos, porque si el Gobierno es el escenario donde la protagonista es la corrupción, la Navidad la han convertido en un maloliente negocio electoral. Los niños no votan, así que nada de juguetes en una fiesta cuyo centro es, precisamente, la niñez. Pero, en cambio, hay lavadoras, televisores, jamones, refrigeradoras, etc. Antes, solía gustarme, pero ahora la Navidad es una celebración que los políticos han contaminado y, por tanto, confieso que aborrezco esta nueva modalidad: la Navidad política.
Dirán algunos que soy un inhumano, porque, ¿cómo puede oponerse este tipo a que haya un jamón en la cena de Navidad? Pero el asunto es que no me opongo. Si alguien puede hacer el sacrificio de comprarlo, que lo compre. Pero durante toda mi niñez y parte de mi adolescencia jamás hubo ni pavo ni jamón en la cena de Navidad. No me morí ni tampoco mi familia. Ni siquiera tengo un trauma porque no hubo jamón ni pavo. Sencillamente no extrañamos esas viandas, pues teníamos gallinas o tamales u otras cosas. Nos arropábamos hasta donde daba la sábana.
Pero parece que ahora, si no hay una de esas cosas en la cena, ¡madre mía!, el mundo se acaba: los traumas serán peores que los de la invasión y la Navidad terminará como el peor día del año, cuando hay mil formas de celebrarla sin el dichoso jamón. Pareciera que los que cogen un jamón no sienten la repulsiva pestilencia que viene con este. El político se disfraza de Santa Claus que, con su trineo –es decir, camiones y contenedores refrigerados–, va regalando jamones a cada persona que seguramente sufriría un severo trauma por no poder comer jamón el 24 de diciembre.
¿Es un gesto de solidaridad humana que un politicucho del barrio regale cerdo en Navidad? ¡Claro que no! Y eso lo sabe todo el mundo. Pero, sin importar la fetidez del gesto, nadie se niega a coger uno, dos o tres jamones, porque lo que nos sobra en autocomplacencia, nos falta en dignidad. Hemos desarrollado una superficialidad tan vergonzosa que estamos dispuestos a olvidar el pecado de aceptar lo robado –sí, porque alguna población o necesitado se quedó sin obras– si con ello nuestro paladar queda satisfecho. Así que, si es por un asunto de fe, la Navidad política es un apestoso pecado. No es un gesto solidario: es solo otro robo del político al que le damos el voto. Así de simple es la cosa.
Pero, volviendo a lo mundano, ¿alguien ha pensado que con esos $25 millones que se ha gastado el Gobierno en jamones se puede pagar parte de la nueva facultad de medicina de la Universidad de Panamá, cuyos médicos pueden salvarle la vida a todo aquel que comió tres jamones de esos? ¿O que con esa plata se pueden reparar calles –si es que al inútil del ministro de Obras Públicas le da por trabajar– y así usted se gasta menos en reparar su carro? ¿O que esos $25 millones servirán para educar mejor a nuestros hijos para que no tengan necesidad de aceptarle nada a un político, pues podrían valerse por sí mismos?
Buena parte del pueblo panameño ha perdido su dignidad por cosas tan estúpidas que lo que dan es vergüenza. Hemos caído tan bajo, que vendemos la conciencia por una lavadora; el voto lo canjeamos por un pedazo de puerco y en el proceso condenamos a todo un país, porque subimos al poder a gente que debería estar en la cárcel y porque, por increíble que parezca, somos nosotros nuestro peor enemigo.
Esta noche, cuando vea el jamón de un politicucho sobre su mesa o cuando dé gracias a Dios por esa pieza de comida, piense en el futuro de su familia más joven; piense en su salud; piense en las obras que se dejaron de hacer por el dudoso placer de comer una rebanada de cerdo. Y piense qué sería de este país si todos tuviéramos la dignidad de un ciudadano que siente más afecto por el futuro de su familia que por un pedazo de jamón mal habido.
