La cultura de la “comisión” se ha apoderado de todo el país. Los panameños queremos ganarnos una comisión por todo lo que hacemos. “Comisión” es la forma bonita de hablar de “coima”. Y seamos claros, la “comisión” no es la que solo exige el político; es el mal de toda la sociedad.
Las formas en que llega la “comisión” a su destino son tan diversas como sus montos: tiene forma de dinero, apartamento o casa, carro, beca, trabajo, favores, sentencias, tarjetas de crédito, fincas, comida, licores, un café con leche, una soda, un cigarrillo, una empanada y hasta un “cuara”. Recuerdo el caso de un policía de tránsito que pidió un perro de raza a cambio de resolver el tema de una boleta.
Vivimos en la cultura de la “comisión” y todos estamos expuestos. ¿Cómo combatirla? La respuesta es compleja, pues, además de ser una cultura, también es la costumbre. Llevamos décadas en el “negocio” y su erradicación no es tan fácil cuando tiene raíces tan profundas y su frondosidad cobija a tantos. Pero yo diría que hay tres pasos básicos para alcanzar el cambio.
El primero es reconocer, admitir que, en efecto, somos una sociedad enferma. El segundo paso es proponernos curarnos, cambiar el rumbo y eso, a mi juicio, se consigue en el seno del hogar. Los cambios sociológicos no empiezan desde arriba ni de forma masiva ni se hacen de un día para otro. Es desde abajo, paso a paso, con metas pequeñas, alcanzables, sin sentirnos abrumados por la tarea.
El hogar es la vía del cambio. Que tomará años, sí, probablemente generaciones, pero no podemos aspirar a ser una mejor sociedad si el núcleo está corrompido. Erradicar la cultura de la coima implica, a su vez, un problema económico. Los que renuncien a su fuente de ilegales ingresos deben tener un reemplazo y no deben ser los subsidios del Estado, fuente de incalculable corrupción.
Para ello es necesario el tercer paso: dotar al país de una educación de calidad, tan buena que la coima sea reemplazada por un buen salario o los dividendos de una empresa, ganados honestamente. Esto también tomará tiempo, pero una sociedad decidida a ser mejor empezará con unas pocas escuelas de excelencia; las extenderá a todo el país; mejorará las universidades, y, finalmente, ganará experiencia para seguir extendiendo la calidad a través de educación obtenida en las mejores universidades del extranjero.
Nada de esto es idea mía. Basta mirar los países de oriente, que vislumbraron su potencial en la excelencia educativa, logrando en pocas décadas ser pilares de la economía mundial. Sus metas –logradas paso a paso– fueron planeadas desde economías basadas en la agricultura y hoy son ricas potencias tecnológicas. No fueron subsidios ni coimas los motores del progreso. Para ser miembro del primer mundo es indispensable una educación de calidad y dejar de hacer la pregunta “que hay pa’ mí”. Nada genera más aborrecimiento y desprecio que el significado de esa frase.

