—Pero dime, Luly, si Mireya tiene su casona en Punta Mala, ¿por qué no puedo tener la casa de los generales? ¿Crees que soy menos que ella?, se pregunta el que comparte su oficina con unos pájaros cazados en una charca en Pacora para su cautiverio y convivio con humanos.
—Por supuesto que no, mi señor. Usted se merece eso y mucho más, le respondió Luly, el ministro de la sagrada congregación “Meshi Tacorta”, encargado de hacer desistir al amo de gastar $7 millones en hacer habitable una vieja casa de madera usada por los generales gringos, y que hoy es escenario de suculentos banquetes de xilófagos, algo que quiere cambiar el mandamás por sus propios festines.
—Amo –insiste el ministro– recuerde que el presidente Mafá, perdón, el Maga ese, no para de molestar con lo de las bases. Ya tuvimos que darle varias que nos costaron una platita acondicionarlas. Pero si se entera de que usted le quitó la casa de sus generales, va a coger una clase de berrinche que entonces sí nos va a costar todo el país. Por eso no es recomendable en este momento. Más adelante, quizás… Pero ahora no es aconsejable, amo.
—Mira, Luly, llevo en esta pocilga vieja, húmeda y mal ubicada más de un año. El pueblo es testigo de mi sacrificio. Pero hasta aquí. Ese salitre no me deja en paz, sufro de calores asfixiantes y esa subidera de escaleras me tiene la espalda reventada. Ya ni disfruto mis viajes en el Embraer por el dolor que me causa hasta estar parado. Y encima, tengo que estar esquivando esos pajarracos de pantano que no sé por qué a Porras se le ocurrió aceptarlos. He estado a punto de caerme varias veces porque se me ponen en el camino. Así que voy a hacerlo, así venga Saúl a sabotear la obra.
—Amo, se lo pido una vez más. Además, son $7 millones. Ni el conde de El Coco, le costó tanto dinero su palacete en los llanos del marqués Marín.
—Luly, yo aspiro a ser el próximo rey. Ese conde de Montecoco tiene ese título porque lo condecoró un tal Julio, que ni palacio tenía. Así que ese conde no llegará a marqués y menos a ser el duque que soy yo. Pero si voy a ser rey, debo tener una casa digna, un palacio con salones de pindín; de hamacas, de tomar té y agua (ardiente); estacionamientos para carruajes y SPI, un trapiche para hacer panela, un cuartel para mi guardia personal… y una villa familiar. Mmm, por cierto, Luly, ¿incluiste establos? Mis caballos van a donde voy yo. Encárgate de eso y de que ese lugar se llame ahora Finca El Relinchadero. Había pensado en El Bramadero, pero dirían que me copié.
—Pero, amo, ¿un establo? ¿en la casa de los generales? ¿Bromea?
—El duque miró a Luly como quien mira al camarero intentando cobrarle propina al dueño del bar. Repito, Luly –y por última vez–: ¡A dónde voy yo, van mis caballos! Y punto, ¡y cuadrado, para que no ruede!
—Pero eso aumentará el costo, advirtió el ministro.
—Luly, ese es MI asunto, no el tuyo. Si cuesta $8 millones, le quitamos $1 millón a los bomberos y ya. Total, es invierno. Así que mete el maldito establo. Yo no voy a ser menos que Mireya ni que cualquier wannabe.


