Introducción
“El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir” (Marcos 10:45). Esta frase atribuida a Jesús no es solo un mensaje espiritual, sino un principio ético universal que debería regir el ejercicio del poder. Lamentablemente, en Panamá y en muchas otras partes del mundo, ocurre exactamente lo contrario: quienes deberían servir a la comunidad, se sirven primero a sí mismos.
El presupuesto público: instrumento de servicio, no botín de privilegios
El presupuesto del Estado es, en esencia, la herramienta que permite al gobierno cumplir con sus fines: garantizar justicia, salud, educación, seguridad, infraestructura y bienestar colectivo. Su existencia tiene un fundamento superior: asegurar que cada estamento del Estado cumpla su misión fundamental con probidad, eficiencia y rendición de cuentas.
La Constitución panameña establece que los gastos públicos solo pueden realizarse cuando han sido autorizados por ley y que el presupuesto debe reflejar los ingresos y egresos del Estado conforme al principio de legalidad. Además, prevé organismos de control del gasto público, como la Contraloría General de la República, encargada de fiscalizar la correcta utilización de los fondos públicos.
Esto significa que ningún gasto público puede existir por mera voluntad de un funcionario, acuerdo interno o decisión política coyuntural. Todo gasto debe responder al mandato constitucional y legal, y orientarse exclusivamente al bien común, no a beneficios personales o corporativos.
Privilegios del poder: un cáncer institucional
Uno de los problemas más graves que aqueja a Panamá es la proliferación de privilegios otorgados a quienes ocupan altos cargos públicos:
Diputados con dietas exorbitantes, partidas discrecionales, exoneraciones de impuestos y fondos manejados sin fiscalización adecuada.
Ministros de Estado con viáticos excesivos, uso personal de bienes del Estado y jubilaciones especiales.
El Presidente y su entorno, con asignaciones millonarias para gastos de representación, seguridad, viajes y beneficios que no tienen control real.
Magistrados y altos cargos que, además de elevados salarios, han recibido aumentos, jubilaciones especiales y seguros millonarios sin sustento legal expreso.
Estos privilegios contradicen frontalmente el mandato constitucional de igualdad y austeridad en el uso de recursos públicos. El cargo público no debe ser una vía para enriquecerse, sino una responsabilidad de servicio al país.
La realidad: privilegios disfrazados de legalidad
El uso del presupuesto para favorecer a quienes ya detentan poder es una distorsión peligrosa. Bajo el argumento de que “el presupuesto lo permite”, se justifican asignaciones que violan la esencia misma del sistema democrático: el Estado debe estar al servicio del pueblo, no el pueblo al servicio del Estado.
Resulta inaceptable que mientras hospitales carecen de insumos, escuelas están en abandono, y la justicia no tiene recursos suficientes, los altos funcionarios acumulen beneficios que la mayoría de la población jamás podría soñar.
El mandato ético y jurídico: servir antes que servirse
El mensaje de Jesús conserva plena vigencia: el verdadero liderazgo es servicio. Quien administra fondos públicos no ejerce un derecho personal, sino una responsabilidad fiduciaria frente al pueblo.
Desde la perspectiva constitucional, esto implica:
Claridad en el fin del presupuesto: debe orientarse al cumplimiento de la misión fundamental de cada estamento estatal.
Probidad y rendición de cuentas: los recursos públicos no son patrimonio privado; deben ser usados con transparencia.
Control efectivo del gasto público: órganos como la Contraloría deben ser garantes reales del uso legal y legítimo de los fondos.
Eliminación de privilegios por razón del cargo: ningún servidor público debe gozar de beneficios que no estén justificados por la función que desempeña y avalados por ley. Esta es una posición que sostuve desde el 2012, en el proyecto de nueva Constitución: eliminar todos los privilegios por razón del cargo.
Principio de legalidad y supremacía constitucional: ningún gasto público es válido si no está expresamente autorizado por ley y conforme a la Constitución.
Conclusión: recuperar el sentido del Estado
Mientras persista la mentalidad de que “primero se sirven los de arriba y después, si sobra, se atiende al pueblo”, no habrá justicia social ni desarrollo auténtico. Panamá necesita una reforma profunda: eliminar privilegios injustificados, devolver al presupuesto su función original y garantizar que los recursos se utilicen con austeridad y transparencia.
El pueblo debe exigirlo, y las instituciones deben asumirlo. Porque, al final, el Estado existe para servir al bien común, no para que la comunidad sirva al poder. Solo entonces podremos honrar aquel principio milenario: servir, no servirse.
El autor es exmagistrado de la Corte Suprema de Justicia.

