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Siete apellidos chiricanos… y otras relatividades

Soy panameña por todos los costados… o casi todos. De Obaldía, Ortega, Alvarado, Samudio, Jiménez, González, Rivera y… “Randolph”, por mi bisabuela paterna, hija de un tatarabuelo escocés de quien nada sé. No podía ser perfecto el record de “chiricanidad”. Horconcitos, Gualaca, Dolega, Panamá… Y aun así, ni las corrientes xenófobicas criollas de los últimos años, ni los discursos populistas de odio y miedo, encuentran ni un ápice de crédito conmigo. Sin haberlo experimentado, me duele el drama humano de la inmigración y creo en el principio de otorgar todas las protecciones de la ley a los extranjeros en el país, frente a una vulnerabilidad que los convierte en víctimas fáciles del abuso y la explotación.

Y como esa, lo mismo con otras realidades que las personas están viviendo en Panamá, que ven lacerada su igualdad ante la ley, siendo discriminadas sobre la base de su sexo, etnicidad, sexualidad, nacimiento, discapacidad, creencias religiosas, condición socio económica, ideas políticas y otros. Me resisto a la auto-identificación en grupos vulnerables para justificar el apoyo a lo que es correcto en sí mismo: garantizar los derechos humanos de cada uno, sin caer en la premisa falsa que enarbolan los agitadores del odio, que mienten a diestra y siniestra. Por ejemplo, educar a nuestra niñez y adolescentes en salud sexual y reproductiva, no amenaza la patria potestad; legalizar las opciones de vida en pareja de las parejas homosexuales, no amenaza las opciones ni a la familia de las parejas heterosexuales (en un país donde la cultura popular no es casarse, además); “familia” tiene tantas definiciones como personas vivan bajo un techo con vínculos sanguíneos y políticos, como es el caso generalizado en el país; la separación entre iglesia(s) y Estado no nos va a mandar colectivamente al infierno.

¿Cómo llegamos aquí los panameños que desde inicios de la República fuimos una sociedad abierta con vocación al sincretismo y que desarrollamos un sistema educativo liberal y humanista? A pesar de todas las lacras de la corrupción endémica –bien documentada por historiadores como Araúz y Pizzurno— teníamos “99 problemas” pero el conservadurismo irracional y discriminador no era uno de ellos.

Siendo el puente del mundo que somos, no escapamos de la tendencia global al pensamiento relativo de la postmodernidad que, entre otros paradigmas, nos ha traído el abandono del racionalismo, el historicismo y el progresismo como explicaciones a la razón de ser del hombre contemporáneo y el ordenamiento político de las sociedades. Vemos cómo en nuestro continente hay un resurgimiento del misticismo religioso, el relativismo y hasta un cierto hedonismo, manifestado en la cultura del “ego” como único imperativo. Localmente lo vemos en tecnicolor y con megáfono en ese cruce raro entre el entretenimiento + las noticias + el mercadeo + la religión + la política. Un esperpento que genera cada vez más desconfianza interpersonal y hacia las instituciones, afectando el tejido democrático.

El pensamiento postmoderno ha sido y es muy débil frente al “establishment”, a la cultura de la corrupción y la cleptocracia, de los intereses de grupos económicos y los políticos-empresarios, ese punto donde convergen lo privado y lo público para ganar dinero en esquemas que lesionan los patrimonios públicos, a costa inclusive de los principios e instituciones democráticas, incluyendo la igualdad ante la ley y las libertades fundamentales. Precisamente el esquema del que se ha servido Putin.

Y en Panamá la vulnerabilidad es aún mayor: porque nuestros partidos políticos, en la práctica, carecen de ideología, no hay oposición partidaria que ejerza contrapesos desde principios económicos o sociales. Lo que tenemos son cuadros de colusión entre los partidos para mantener intactos los espacios opacos y discrecionales que, en los cambios de gobierno, les ha permitido convertir la cosa pública en una agencia de corretaje de empleos, influencias, negocios, tierras, concesiones, exenciones tributarias injustas.

En estas primeras dos décadas del siglo XXI, el pensamiento democrático se ha decantado por recuperar al ser humano como punto de partida, y escribir un nuevo relato desde los derechos humanos, el sentido de la sociedad, la función de sus instituciones, el significado auténtico del “Bien Común”. A eso apuestan, por ejemplo, los Objetivos de Desarrollo Sostenible y parámetros que concilian el desarrollo económico –siendo su motor la gestión de la empresa privada— y la sostenibilidad, que sin equidad no se entiende.

Estamos en un punto de convergencia, a menos de dos años de las elecciones de 2024. Si los discursos políticos se quedan en la relatividad (y todo parece indicar por ahora que así será) nos toca a los ciudadanos, trazar la raya en la arena y decir: no van a explotar mis emociones para votar por odio contra otros seres humanos. Estar del lado correcto de las cosas no necesita calificación, solo conciencia. Y lo dice una persona con doble nacionalidad: chiricana (por sangre) y panameña (por nacimiento).

La autora es abogada


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