El autoritarismo busca el silencio, no para meditar, sino para amedrentar. Los dictadores lo conocen. Sus víctimas también. Pero no hay que ser muchas cosas, basta con ser autoritario y criminalizar el disenso. Se le señalará como dictador o tirano, sátrapa y asesino, o, por sus métodos, animal. Se pueden ser todas esas cosas juntas cuando se encuentre a quien lo cuestiona o lo confronta.
Cuando a una persona la denuncian por expresar sus ideas, sus conocimientos, sus creencias, sus temores, sus agravios, sus molestias, su inconformidad con lo que oye y ve, la denuncia es el instrumento para silenciarla. Cuando el derecho a la expresión lo reclaman los pueblos, la desobediencia civil se empodera, y la gente sale a la calle a defender sus derechos, su libertad y su democracia, el instrumento para silenciarlos es tomarse las instituciones de justicia, los entes de seguridad nacional, las fuerzas policiales y militares y, cuando esto no es suficiente, la administración de las fosas comunes.
Las lecciones de la Historia son recientes y la empresa docente ha educado a todos los tiranos de regímenes totalitarios y de otrora, sociedades libres. Lo señaló Hannah Arendt, en Los orígenes del totalitarismo, cuando en 1951 desnudó los rasgos totalitarios en el marxismo, y lo hace Ryszard Legutko, en Las tentaciones totalitarias en las sociedades libres, en el 2012, donde revela que los liberales demócratas -ahora gobierno- tuvieron mayor dificultad para adaptarse a la democracia que los comunistas, antes gobierno, en los países de la Europa del Este y la Europa Central, después de la caída del Muro de Berlín en 1989.
Sin embargo, sigue sorprendiendo la incredulidad o la ingenuidad de no pocos, aun teniendo frente a sus ojos, los golpes salvajes para inmovilizar ciudadanos en plena luz del día, en avenidas y calles pobladas de transeúntes, la atmósfera viciada por gases lacrimógenos, y la actitud prepotente, avasalladora y cruenta de soldados, policías y maleantes, sus rostros escondidos, contra mujeres, hombres y niños, solo armados de dignidad. Lo vimos en las masacres de las plazas de Tiananmen y de Tlatelolco y ahora, en todas las ciudades de la democracia burlada de América del Norte.
El silencio se logra inundando la boca con chorros de agua que se desbordan hasta la asfixia o empacándola con trozos de telas y papel higiénico que ahogan, cortando la lengua, cuando no se alcanza a destrozar las cuerdas vocales; haciendo un “nudo de corbata”, a la altura de la incisión para traqueostomías, o levantando un estrado de juristas maleables y sin origen, para una corte de injusticias, una oficina del Estado para controlar el relato, y un expediente engrosado con mentiras.
Hablando de silenciar, no hay una picadura de tabaco menos dañina que otra. Todos los productos de tabaco, se conozcan como cigarros, cigarrillos, tabaco de enrollar o de liar, tabaco calentado e inhalado son nocivos. Toda enfermedad tiene dos elementos esenciales: un agente nocivo y un huésped, que lo hospeda. Si el argumento del fumador es que un tabaco es menos dañino que otro, hay que entenderle que señala que ambos son dañinos. Si afirma que una forma de usar reemplaza a otra y facilita que se abandone una de la otra, lo dice quizás todavía como esclavo de la adicción. Es necesario no justificar la aparente toxicidad inferior de vapear, negar la presencia de nicotina o marihuana en los cartuchos de vapear, ni el poder destructivo del aceite, metales y aromatizantes inhalados en los pulmones. Si se disiente de estos hechos científicos probados y se quiere eliminar el disenso, la forma más eficaz es induciendo el silencio. Silenciar busca callar la verdad. Es infortunado que los años y los resultados de miríadas de estudios sobre el tabaquismo, su uso y abuso, su carácter nocivo y adictivo, incluso encuentre hoy en nuevas autoridades sanitarias, asidero para instrumentar el silencio como herramienta para ocultar la evidencia probada.
El cigarrillo de combustión daña, no porque se fuma humo, sino porque se fuman unos 7,000 productos químicos que dañan células y tejidos del pulmón humano y otros órganos. El vapeo daña, aunque no sea humo de alquitrán y monóxido de carbono como con el cigarrillo, porque se inhala un aerosol de múltiples partículas químicas y metales pesados dañinos en suspensión, tanto sólidas como líquidas, aceites y calor, que pueden contener o no nicotina y resultan en sustancias irritantes y algunas, cancerígenas. La mayoría de los cigarrillos electrónicos contienen nicotina, por eso, vapear sí puede conducir al uso de cigarrillos de combustión. También se vapea marihuana. Vapear no es menos inocuo que el cigarrillo y tampoco ha probado ser la alternativa al tabaco de combustión, ni como actividad recreativa, ni como forma para tratar la adicción a la nicotina, ni para abandonar el cigarrillo de combustión. Si se hace con mayor frecuencia es el resultado de su promoción que, además, inculca que confiere “clase” y presencia social a quien vapea.
Las personas que dejaron el cigarrillo vapeando, porque “fui disminuyendo la cantidad de nicotina fumada”, no lo dejaron por inhalar en lugar de fumar, sino por un proceso de desensibilización, como se superan algunas alergias, mediante la exposición progresiva a menores concentraciones del alérgeno y, en este caso, de nicotina. Sin embargo, esas personas es probable que hayan ganado daño extra, el que producen inhalar calor y aceites que alteran y modifican la estructura de los tejidos y células de los pulmones. Y, peor, no se conocen aún los efectos a largo plazo de vapear.
El autor es médico.

