Una vez más, escribo sobre uno de los asuntos más importantes y delicados para nuestra América Latina: la crisis política, económica y social en Venezuela que ya se torna insostenible e inaceptable.
En esta ocasión, quiero compartir mi inquietud ante la posición que ha venido adoptando nuestro gobierno frente a esta crisis no solo política, económica y social, sino humanitaria, dado el evidente sufrimiento del pueblo venezolano. Frente al escenario que nos reportan a diario todos los medios de comunicación, creo que aplica a la perfección ese sabio refrán que dice: “No se puede tapar el sol con la mano”. Eso le digo al señor presidente de la República y a la señora vicepresidenta y canciller de la República: en el caso de Venezuela, “no se puede tapar el sol con la mano”.
Creo que ya nadie duda de que en Venezuela el sistema democrático es inexistente y que, en su lugar, esa nación está sometida a un régimen cívico-militar, encabezado por el señor Nicolás Maduro y sostenido por sus cómplices. Las violaciones a la Constitución, propuesta, redactada y ratificada por su mentor Hugo Chávez, son numerosas y cada vez más arbitrarias. Las instituciones y el régimen de derecho en ese país son prácticamente inexistentes y, en consecuencia, el respeto a los más mínimos derechos humanos se está sustituyendo por la persecución y la violencia promovida desde las mismas instancias del régimen. En definitiva, no creo equivocarme al decir que Venezuela ya no es una democracia.
Ante la serie de acontecimientos preocupantes que conocemos a diario, máxime luego de los hechos ocurridos recientemente, todas las democracias latinoamericanas tenemos la obligación de responder, desde el Estado de derecho y dentro del marco del derecho internacional público que rige nuestra convivencia. En ese sentido, celebro y apoyo la labor que ha venido desarrollando el secretario general de la Organización de los Estados Americanos, Luis Almagro, quien, entre otras cosas, se ha atrevido a llamar a las cosas por su nombre, soportando las reacciones agresivas y los insultos del propio Maduro que, cada día que pasa, solo confirma su intolerancia e irrespeto hacia aquellos, dentro y fuera de Venezuela, que no comparten sus ideas y denuncian sus ilegalidades. De igual forma, celebro y apoyo las iniciativas que ya han tomado algunos gobiernos en el continente americano, como ha sido el caso de Paraguay que ha expresado un apoyo irrestricto al secretario general de la OEA y su propuesta de hace unos meses, para que se active la Carta Democrática, iniciativa que fue reiterada por el presidente de Perú y que, por cierto, también comparto.
Ahora bien, ante esta situación me pregunto: ¿qué ha hecho el Gobierno de Panamá? La respuesta que encuentro es ver, oír y callar, en una especie de silencio cómplice. Sé que la Cancillería posiblemente argumentará que han sido varios los comunicados emitidos, expresando su preocupación y haciendo un llamado al diálogo en Venezuela. Sin embargo, eso y nada es lo mismo. ¿Qué diálogo es el que propone Panamá a Venezuela cuando el régimen ha suspendido el proceso revocatorio de una forma arbitraria y tiene detenidos a varios de los más importantes líderes de la oposición política? ¿Qué solución pacífica puede surgir de un régimen que, desde hace más de dos años, ha reaccionado con inusitada violencia contra los opositores?
Nuestro gobierno, lamentablemente, ha optado por callar para no ofender, en lo más mínimo, al señor Maduro con la esperanza, quizás, de llegar a algún tipo de entendimiento para resolver diversos asuntos comerciales y económicos pendientes en nuestro país, a costa de coadyuvar, de una forma clara y decidida, a la activación de las herramientas internacionales que podrían propiciar los cambios políticos que son tan necesarios en Venezuela, como sería, por ejemplo, la aplicación de la Carta Democrática, algo que, por cierto, Panamá sugirió en el gobierno pasado.
Nuestro gobierno no puede olvidar que fue Venezuela, entonces democrática, la que, a finales de los años 80 del pasado siglo, cuando en Panamá sufríamos los estragos de un régimen cívico-militar, encabezado por el general Manuel Antonio Noriega, brindó a los líderes de la oposición civilista panameña su asiento en la OEA para denunciar hechos muy similares a los que hoy día sufre el pueblo venezolano. Fue aquella Venezuela democrática una de las naciones latinoamericanas que más se involucró en la búsqueda de soluciones políticas para terminar con el régimen que tanto daño hizo a Panamá.
Ante esos hechos históricos y ante la oportunidad histórica para devolver al pueblo venezolano aquellos apoyos para que Panamá recuperase la paz democrática, lamento ver cómo nuestro gobierno mira hacia otro lado, evita ser vocal y decir –alto y claro y sin miedo– al régimen de Maduro que sus acciones políticas, económicas y sociales son inaceptables en una América Latina democrática, donde el derecho a disentir políticamente, la libertad de expresión, la propiedad privada, las libertades individuales y el régimen democrático son derechos básicos para todo ciudadano. Así, alto y claro, es como debería estar hablando nuestro gobierno y no, como es evidente, callando. No más silencio cómplice.