Administración tras administración, hemos sido testigos de cómo la ineficiencia institucional sigue provocando atropellos en la justicia, las obras públicas, la salud, la educación, la transparencia y las auditorías. Sin embargo, el deterioro de la democracia en Panamá ha generado un impacto aún mayor sobre el desarrollo económico y la competitividad del país.
Podemos entender la ineficiencia institucional como la incapacidad del aparato público para cumplir con las funciones que justifican su existencia. De lo contrario, no tendría sentido mantener un leviatán burocrático que, aunque incapaz de actuar con eficacia, demuestra gran agilidad para gastar los recursos de los contribuyentes.
Uno de los ejemplos más notorios de esta ineficiencia es la corrupción sistémica. Tal es la desconfianza en el sistema de justicia, que ante investigaciones contra dirigentes del Sindicato Único de Trabajadores de la Construcción y Similares (Suntracs), muchos ciudadanos consideran inevitable suponer motivaciones políticas detrás de acciones judiciales inusualmente expeditas. No obstante, nadie debe estar por encima de la ley: ni expresidentes, ni alcaldes, ni dirigentes sindicales. En este sentido, la figura del asilo político no debería aplicarse a quienes han actuado fuera del marco legal.
Otro caso emblemático es el de Odebrecht, donde la justicia panameña ha mostrado una preocupante lentitud, falta de independencia y escasa capacidad para juzgar y sancionar a las altas figuras implicadas.
Persiste, además, la percepción generalizada de que la justicia en Panamá es selectiva. Es común observar cómo personas con poder político o económico eluden consecuencias, mientras sus casos se dilatan hasta ser archivados. Esta demora, intencionada o no, evidencia la ineficiencia de los operadores de justicia y de los funcionarios públicos que no cumplen su deber, demostrando que su lealtad ya no radica en el país, sino en quienes ostentan el poder.
El contralor Anel Flores ha iniciado su gestión sacando a la luz varios escándalos que apuntan a irregularidades en el manejo de fondos públicos, como el caso de Panama Ports Company (PPC) y las abultadas planillas de la Asamblea Nacional, usadas por diputados como botín político sin consecuencia alguna. Sin embargo, las auditorías parecen inútiles cuando las denuncias no derivan en acciones concretas.
Durante la pandemia, se reportaron sobrecostos en la compra de ventiladores y bolsas de comida, sin que se produjeran sanciones. Esto refuerza la percepción de que la fiscalización deficiente es también una expresión de la ineficiencia institucional.
Dos áreas críticas en este contexto son la educación y la salud pública. Desde presupuestos sin ejecutar hasta fondos malversados o destinados a plataformas obsoletas, los problemas se repiten quinquenio tras quinquenio. Escuelas en mal estado, falta de agua potable, acceso limitado a internet y deficiencias en la formación docente reflejan una mala ejecución presupuestaria y un monitoreo insuficiente por parte del Ministerio de Educación.
Lo mismo ocurre en el sistema de salud pública. Las fallas administrativas, el desabastecimiento de medicamentos y el exceso de personal innecesario en la Caja de Seguro Social y el Ministerio de Salud agravan la crisis sanitaria. La falta de supervisión es una constante, lo que revela un serio problema de liderazgo en la administración pública.
Resolver estos problemas estructurales requiere voluntad política, pero también reformas legales profundas que reduzcan la burocracia, mejoren la transparencia en las contrataciones públicas y eliminen los nombramientos innecesarios que entorpecen los procesos estatales. También es urgente revisar la independencia de las entidades encargadas de fiscalizar los fondos públicos y de garantizar justicia.
La solución no pasa solo por nombrar jueces o fiscales con currículum destacado. Es momento de que el Instituto Superior de la Judicatura de Panamá tenga facultades reales para supervisar el desempeño judicial, especialmente cuando la Contraloría detecta y denuncia el uso ineficiente de los recursos públicos.
Debemos exigir resultados, pero también mecanismos efectivos de control, rendición de cuentas y certeza del castigo. Solo así la ineficiencia dejará de ser una falla y pasará a considerarse una ilegalidad.
El autor es internacionalista y estudiante de Derecho.

