Hace unos días recordaba cuánto le gustaban las ventas de patio a mi madre, y me pregunté si las nuevas generaciones siquiera saben qué es una “venta de patio”.
Cada vez que una persona se mudaba, nacía la oportunidad de hacer una de estas ventas, y deshacerse de artículos en buen estado que otro podría desear. Pero ha pasado mucho tiempo desde la última vez que vi un anuncio de esos. En parte, esa ausencia puede ser señal de menos seguridad ciudadana, ya que durante una venta de patio se abren las puertas de una casa a desconocidos, y se hacen transacciones en efectivo. El cambio también puede ser debido a las plataformas en línea que permiten vender y comprar, en menor cantidad, en cualquier momento del año.
Pero hay motivos más oscuros que explican este cambio de hábitos, como el carácter desechable de las cosas que compramos. En Estados Unidos, al salir de la Gran Depresión, surgió una propuesta de “obsolescencia programada”, para estimular la economía. Esa propuesta fue puesta en práctica por diferentes fabricantes, siendo un caso famoso el de GM con la implementación de diseños diferentes para sus autos cada nuevo año, en la década de 1950. Como resultado, este mundo de consumismo en el que vivimos ya no vende artículos que perduran a lo largo de más de una generación; y nosotros le seguimos la corriente a las tendencias, haciendo alarde de un poder adquisitivo que en tiempos de nuestros padres haría sonrojar a más de tres.
Detrás de todo esto, hay algo incluso más grave que opera en silencio. Usaré un ejemplo de la administración pública, que viene a mi mente cuando pienso en esa “obsolescencia programada”. En febrero de este año, Panamá recibió una visita confusa y desagradable desde el norte. El encargado de política exterior para el nuevo gobernante de nuestro aliado histórico, personaje que de latino tiene su apellido y nada más, visitaba por primera vez nuestro país, en medio de discursos de su jefe sobre tomar control de nuestro Canal.
En preparación para la visita, nuestro gobierno vistió la ciudad con banderas panameñas. Recuerdo haber pensado que la estrategia era acertada y el mensaje quedaría claro: señor Rubio, usted está en territorio panameño, lo mismo que nuestro Canal. Hubo una sensación de conmemoración patria, y por una vez, la gran mayoría de los panameños estuvimos de acuerdo con el órgano ejecutivo. Pero ha pasado más de medio año desde esa visita, y muchas de las banderas que se ataron a postes de luminarias siguen en su sitio.
El espectáculo, además de doloroso, es grotesco: nuestro pabellón nacional ondea desteñido, descuartizado, desmembrado, a merced del clima. Yo veo hileras de estas banderas cuando cruzo el Puente de las Américas en dirección a mi trabajo, y me pregunto por qué no fueron retiradas inmediatamente después de la visita de Estado. Las banderas se pudieron almacenar en un sitio apropiado hasta noviembre, para volver a decorar la ciudad durante nuestras festividades patrias.
Comenté anteriormente que hay motivos oscuros, y lo ilustro con el ejemplo que he citado: esas banderas distribuidas por la ciudad no se retiraron debido a falta de interés. Alguien se ganó el contrato de suministro para esas banderas, y alguien se ganará otro contrato de suministro en noviembre.
Y es que cada cinco años cambia el grupo de personas que dedica un lustro a diseñar maneras de facturar servicios para que el Estado aumente su capacidad (la de ellos) de acumular riqueza. Si deseamos cambiar el rumbo de nuestro país, podríamos empezar por elegir gobernantes que no respondan a los mismos intereses de siempre.
La autora es escritora.

