Panamá es un “Estado sordo”. Lo demuestra el presidente de la República, y la principal causa de ese mal es que se escucha en exceso a sí mismo. Lo mismo ocurre con los “líderes” de opinión en redes sociales, que jamás rectifican: están tan pagados de sí mismos que el ruido que los rodea resulta, como nunca antes, ensordecedor. Cada opinador es un universo cerrado y excluyente, por supuesto, de cualquier razón que pueda tener otro.
La consigna no es ofrecer soluciones, sino imponerlas. Tener razón. Que me den “me gusta”. Insultar al que no piensa igual y hasta bloquearlo. Menos mal que muchos no ejercen el poder, porque quienes sí lo hacen, se dedican a hacerle la vida de cuadritos al que discrepa. Y muchos discrepantes, a su vez, se victimizan para cosechar aplausos. Panamá renunció al criterio hace años, y sus viejas glorias intelectuales insisten en ideas y códigos caducos, o esperan en silencio a que escampe.
Cuando Estados Unidos vino a contarnos nuestra Historia, nadie dijo nada en el exterior (apenas unos artículos tímidos). Nadie salió a narrar nuestra parte del “relato”. Pero ahora que la violencia se ha desbordado, salimos en medios internacionales y nadie sabe cómo explicarla. Y cuando alguien lo logra, se niega la mayor. Nos creemos la mentira del gran país y la mitología de balboas, polleras y de ser los primeros en la región: somos víctimas de nuestra fantasía nacional.
Nadie escucha. Y quien podría sosegar las cosas opta por la sordera profunda. Se nota que no estamos preparados para desmontar la corrupción, porque detrás de ella está la razón de ser de nuestra ficción. Optar por el criterio reflexivo de nuestra circunstancia implicaría reconocer que nos hemos hecho los pendejos durante mucho tiempo. Pero, aunque duela el orgullo, vale la pena: nos daríamos la oportunidad de ser lo que de verdad podemos ser.
El autor es escritor.

