Los ministros de Educación de Panamá han sido —y por partida doble, la actual ministra Lucy Molinar— tradicionalmente ineficaces frente al verdadero problema de este país: la ignorancia. Todos los gobiernos se han dedicado a destruir la educación panameña para convertirla en un negocio: partidas para mejorar infraestructuras que no llegan, venta de comida de pésima calidad para niños desfavorecidos, y gastos recurrentes en fiestas patrias y otras celebraciones que nada tienen que ver con educar.
La misma ministra de la brillante idea de las computadoras portátiles es ahora quien cree que se pueden sustituir, de la noche a la mañana, a los maestros. Algo habrá que hacer, claro, pero no se puede esperar que esta sea una solución viable, cuando alumnos y nuevos docentes tendrían que adaptarse a una situación de por sí muy tensa. De diálogo y búsqueda de soluciones, ni hablamos, porque ya han decidido —ambas partes— que todo sea un desastre, a ver quién resiste más. Y mientras tanto, los estudiantes siguen sin educación.
De lo que estoy seguro —y ojalá me equivoque— es que llegarán las fiestas patrias y todos exigirán sus días libres y sus desfiles, para gastar tiempo y dinero celebrando una patria que, ahora mismo, no respetan. Nuestros estudiantes van camino de ser los que más tiempo de clases han perdido desde 2020. Y habrá algún zoquete que piense que eso no importa, o que pretenda minimizar el impacto sobre nuestro futuro.
Este gobierno está haciendo todo lo necesario para seguir pareciendo el país menos fiable del continente: un lugar propicio para la mano de obra barata y el trapicheo económico. Autoritarismo, servilismo y falta de criterio son buenos ingredientes para ir a Sevilla a abrazar a un presidente socialista que promete cooperar con el tren y ayudarnos a salir de las listas grises en las que aún seguimos. Puro humo: un balón de oxígeno para ambos, que no saben qué hacer con el caos que tienen en sus respectivos patios.
El autor es escritor.

