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Sympatheia: cuando el bien individual sostiene al bien común

En la filosofía estoica existe un concepto tan antiguo como vigente: sympatheia. Una palabra griega que no alude a la lástima ni a la emoción superficial, sino a algo mucho más profundo: la interconexión racional de todas las cosas. La idea de que cada individuo forma parte de un todo mayor y que sus acciones, aunque parezcan aisladas, tienen efectos que se propagan a través del conjunto.

Para los estoicos, el universo no era caótico ni arbitrario. Era un sistema ordenado, regido por el logos, donde cada parte cumplía una función. Marco Aurelio lo expresó con claridad:

“Lo que no es bueno para la colmena, no es bueno para la abeja.”

Esta frase, muchas veces malinterpretada, no propone la anulación del individuo en favor del colectivo. Todo lo contrario. Reconoce que el bienestar del todo depende del correcto funcionamiento de cada parte y que cada parte tiene una responsabilidad consigo misma y con el sistema del que forma parte.

Aquí es donde conviene hacer una distinción crucial. Sympatheia no es colectivismo, ni mucho menos una justificación para que un grupo reducido de personas decida por todos “en nombre del bien común”.

Los estoicos jamás defendieron la idea de que el individuo debía sacrificar su razón, su juicio o su propósito personal para someterse a una autoridad central. Marco Aurelio, emperador y filósofo, insistía en lo contrario:

“Si algo es correcto, hazlo. Si algo es verdadero, dilo.”

La sympatheia nace de la responsabilidad individual, no de la imposición. Cada persona, actuando con virtud, razón y coherencia, fortalece el tejido social. No porque alguien se lo ordene, sino porque entiende su lugar en el mundo.

Una sociedad sana no se construye cuando se diluye la responsabilidad personal, sino cuando se refuerza. El individuo que trabaja, produce, innova, cumple su palabra y asume las consecuencias de sus actos no solo se beneficia a sí mismo, sino que aporta valor real al colectivo.

Marco Aurelio lo resumió así:

“Cumple con tu deber como ser humano. Lo demás seguirá.”

El problema surge cuando, bajo el discurso del “bien común”, se justifica que otros decidan por ti: qué puedes producir, cómo debes operar tu negocio, qué riesgos puedes asumir o qué recompensas mereces.

Cuando se elimina la responsabilidad individual, también se elimina la dignidad del individuo.

La libertad de perseguir los propios intereses, siempre dentro del marco de la ley, no es egoísmo. Es el motor más poderoso de cooperación humana jamás descubierto.

La libre empresa no obliga a nadie. Conecta necesidades con soluciones, talento con oportunidad, esfuerzo con recompensa. Cada transacción voluntaria es un acto de cooperación. Cada negocio que prospera crea empleo, paga impuestos, innova y eleva el estándar de vida.

Eso también es sympatheia.

No una simpatía emocional, sino una armonía funcional, donde millones de decisiones individuales, tomadas libremente, producen orden, progreso y prosperidad.

Una sociedad verdaderamente orientada al bien colectivo no busca igualar resultados, sino garantizar reglas claras e iguales para todos. La igualdad ante la ley permite que cada individuo despliegue su potencial sin privilegios ni castigos arbitrarios.

Cuando la ley se convierte en una herramienta para favorecer a unos y restringir a otros, se rompe la sympatheia. El sistema deja de ser armónico y se vuelve extractivo.

Marco Aurelio advertía:

“La justicia es la fuente de todas las demás virtudes.”

Sin justicia, no hay cohesión. Sin reglas iguales, no hay confianza. Y sin confianza, no hay sociedad que prospere.

La historia demuestra que cuando un pequeño grupo se arroga el derecho de decidir cómo deben vivir los demás, qué es “justo” producir o cuánto es “demasiado” ganar, el resultado no es mayor bienestar colectivo, sino estancamiento, resentimiento y dependencia.

El colectivismo forzado no une; fragmenta. No eleva al individuo; lo reduce. No crea prosperidad; la redistribuye hasta agotarla.

La verdadera sympatheia no nace del control, sino de la libertad responsable.

Sympatheia nos recuerda que estamos conectados. Pero también nos recuerda que la conexión no se impone: se construye.

Que el bien común no se decreta: se genera.

Y que una sociedad florece cuando protege al individuo que piensa, crea, arriesga y produce.

Porque cuando cada persona asume su responsabilidad y actúa con virtud, el beneficio no se queda en lo individual. Se expande. Se multiplica. Y sostiene al todo.

El autor es empresario.


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