La reciente decisión de la Asamblea Nacional de Panamá de eliminar el examen de barra como requisito obligatorio para ejercer la abogacía ha generado un debate profundo y necesario. Por insistencia legislativa y con 50 votos a favor, se impuso la aprobación del proyecto de ley 168, desoyendo el veto presidencial que calificaba la medida como un “retroceso significativo” en la profesión jurídica. Ahora, los aspirantes a abogados podrán escoger entre presentar dicho examen, publicar una tesis o realizar una práctica profesional voluntaria en un despacho judicial para obtener su idoneidad.
Pero esta decisión plantea una pregunta incómoda: ¿estamos renunciando a la excelencia profesional por evitar la incomodidad de una evaluación rigurosa?
El examen de barra —presente en decenas de países— no es un capricho. Es una herramienta para asegurar que quienes ingresan a una de las profesiones más influyentes del Estado democrático cuenten con conocimientos técnicos, jurídicos y éticos mínimos para ejercer con responsabilidad. Según datos comparativos, más de 70 países en el mundo mantienen algún tipo de evaluación estandarizada obligatoria para permitir el ejercicio de la abogacía. En Estados Unidos, por ejemplo, cada estado administra su propio bar exam, y su aprobación es indispensable. En Brasil, el examen de la Ordem dos Advogados do Brasil (OAB) tiene tasas de aprobación que rondan apenas el 30%. En Japón, Nigeria, México, India, Alemania y Corea del Sur, existen mecanismos similares con estándares elevados.
En Panamá, la implementación del examen fue aprobada mediante la Ley 350 en 2022. El primer intento serio por aplicarlo ocurrió en 2023, y la tasa de aprobación fue baja: solo 38% de los aspirantes pasó la prueba, según datos del Ministerio de Educación. Lejos de generar una discusión constructiva sobre cómo mejorar la formación universitaria en derecho, la respuesta institucional ha sido desarticular el examen. El mensaje es inquietante: si el filtro es exigente, elimínese.
El argumento de que existen otras vías para demostrar idoneidad —tesis o pasantías— no resuelve el problema de fondo. Ni la redacción de una tesis (que muchas veces no es evaluada con rigor académico), ni una práctica “voluntaria” garantizan que el futuro abogado maneje adecuadamente el sistema legal panameño. Estas alternativas no sustituyen una evaluación objetiva y estructurada de conocimientos.
La lógica aplicada aquí abre la puerta a peligrosas comparaciones. ¿Qué ocurriría si los médicos, por ejemplo, no debieran pasar por un internado ni rendir exámenes clínicos antes de atender pacientes? ¿Estaríamos cómodos con ingenieros civiles construyendo puentes sin haber aprobado una revalida técnica? ¿Por qué el derecho, una disciplina que incide directamente en la libertad, el patrimonio y la justicia de las personas, debería tener estándares más bajos?
La abogacía no solo requiere saber leyes. Exige comprender principios constitucionales, estructuras procesales, doctrinas éticas y realidades sociales. En un país con desafíos institucionales y cuestionamientos frecuentes al sistema judicial, flexibilizar aún más el ingreso a la profesión no parece un paso hacia adelante.
Defender estándares altos no es una postura elitista, sino una exigencia mínima para proteger al ciudadano. El descrédito de algunas universidades de dudosa calidad académica, sumado a la politización de los procesos legislativos, no puede ser excusa para debilitar los pilares de una profesión fundamental para el Estado de Derecho.
Panamá necesita más abogados preparados, no más títulos colgados en oficinas sin sustento real. El verdadero acceso a la justicia comienza con la formación rigurosa de quienes la administran.
El autor es máster en administración industrial.

