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Terror

Hasta para castigar al delincuente se deben honrar los derechos. Esos derechos son los derechos humanos. Nadie está por encima de ellos, y quien cree estarlo también cree estar por encima de la ley. No importa si se tiene una sonrisa descarnada, una figura joven, un traje de pasarela, un verbo altisonante o uno indignado: quien actúa en nombre de la justicia debe honrarla. Es su primer prisionero.

Los últimos espectáculos recientes —y preelectorales— caracterizados por actuaciones policíacas, escuadrones de la muerte y ejecuciones extrajudiciales, los protagonizó el presidente Rodrigo Duterte, en Filipinas, a quien “las mujeres hermosas… lo curaron de su homosexualidad”. La excusa de la seguridad pública para silenciar a sus opositores también la usó Jair Bolsonaro, el “Trump brasileño”. Luego, Nayib Bukele en El Salvador repitió el libreto con arrestos masivos y el desconocimiento sistemático de los derechos de los detenidos. Pero los más recientes y execrables episodios —con detenciones por delitos administrativos, descalificados como criminales por las propias autoridades, y arrestos arbitrarios inspirados en un racismo rancio como política de Estado— los encarna el gigantesco ogro del Norte.

El Instituto Cato revela que más del 70% de los inmigrantes arrastrados por ICE (el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas) a centros de detención entre el 1 de enero y el 4 de junio no tienen condenas criminales. Aún más: desde el 1 de octubre de 2024 hasta el 14 de junio de este año, el 65% no tenía antecedentes penales y el 93% de los detenidos jamás fue condenado por delitos violentos. El número de personas sin condenas ni cargos pendientes bajo custodia de ICE pasó de 858, el 11 de enero (nueve días antes de iniciarse la era Trump), a 7,781 el pasado 31 de mayo. La promesa de Trump fue arrestar a 3,000 inmigrantes al día para deportarlos. Nunca dijo cómo lo haría. Hasta el 1 de junio —una cifra seguramente muy por debajo de la real— hay 51,302 detenidos, muchos de ellos maltratados por su lengua, su acento o su color de piel.

Cuando una secretaria de Justicia justifica el atropello, la persecución y el maltrato por parte de hombres enmascarados —cuyo músculo se emplea para tirar al suelo, torcer brazos, amarrar muñecas a la espalda, arrastrar cuerpos violentados hasta vehículos policiales y golpear rostros o torsos—, cuando ella, repito, califica al inmigrante como criminal y justifica los métodos de su ejército de matones, la lógica resistencia a un arresto antojadizo y violento tampoco puede considerarse obstrucción a la ley. La verdadera obstrucción empieza cuando quienes dicen responder a la ley ignoran el debido proceso.

Cuando una secretaria de Seguridad del Estado justifica todo lo anterior, y goza el espectáculo de hombres hacinados y semidesnudos en los pisos húmedos y fríos de las cárceles salvadoreñas, o en la pista de despegue del aeropuerto de Howard —donde aún no se sabe si fue invitada o se autoinvitó por derecho propio—, cuando dice no haber reconocido al ciudadano que hace leyes y que fue doblegado con brutalidad por ejercer su derecho, se convierte en testigo y cómplice del abuso y de la vulgaridad de una gendarmería que recuerda a la disciplinada soldadesca prusiana, a la cruenta policía chilena de los tiempos de Pinochet o al Ejército Popular de Corea del Norte.

Pero la primera pregunta es: ¿qué es el terror? El terror es lo que se siembra para cosechar obediencia. Es el uso de la fuerza, el secuestro y el asesinato para doblegar la moral y la dignidad de la persona humana. Es el holocausto de la libertad y la democracia. El país que califica el terrorismo no se autocalificará jamás como terrorista. El país que utiliza el secuestro como herramienta de presión y venganza tampoco se declarará terrorista. El país que persigue los colores de piel que no acepta, las creencias ajenas, las costumbres de otras ricas tradiciones e historias, no solo actúa como terrorista, sino que se revela como un burdo cafre discriminador.

“Esos que en un país se toman el papel redentor de juiciosos desalmados... No son patriotas, son patrioteros”, ha escrito Luis Miguel Cárdenas Villada, recordando la definición de cafres que diera magistralmente el colombiano Darío Echandía.

El autor es médico.


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