En un mundo donde el poder ya no se mide solo por ejércitos o tratados, sino por la capacidad de mover bienes con rapidez, eficiencia y soberanía, la logística se ha convertido en la nueva geoestrategia. Por eso, no debe pasar desapercibida la ambición de Texas —expresada en el foro SHIPPINGInsight 2025— de convertirse en el “Suez del siglo XXI”. Mientras Houston consolida inversiones portuarias, energéticas y ferroviarias, Panamá sigue actuando como si la renta geográfica del Canal bastara por sí sola para sostener nuestra posición global. Pero esa ventaja no es eterna.
Texas avanza con una visión clara y ejecutiva: posicionarse como el principal nodo logístico de Estados Unidos, con proyección intercontinental. El puerto de Houston, en particular, ya genera miles de millones de dólares al año y se integra fluidamente con el corazón industrial del país mediante trenes, autopistas y centros de manufactura. La lógica es simple pero poderosa: quien controla las rutas y sus nodos domina también el comercio, la competitividad industrial y, por extensión, su peso geopolítico.
Panamá no puede permitirse mirar hacia otro lado. Lo que está en juego no es solo eficiencia operativa, sino una cuota real de poder en el orden global que se está redefiniendo.
Mientras tanto, en nuestro propio territorio, se libra otra batalla: la lucha por el control estratégico del Canal y de sus terminales asociadas. La reciente negociación para que un consorcio liderado por BlackRock adquiera los puertos de Balboa y Cristóbal —hasta ahora bajo administración de una empresa hongkonesa— ha generado inquietudes legítimas. Washington celebra la movida como una jugada para contener la influencia china. Pero Panamá, ¿qué gana realmente en esa transacción?
El administrador del Canal, Ricaurte Vásquez, ha advertido con razón sobre los riesgos que implicaría permitir que terminales clave pasen a manos de grandes líneas navieras como MSC. Esto podría comprometer la neutralidad operativa del Canal, distorsionar la competencia entre navieras y, sobre todo, erosionar nuestra autonomía estratégica.
Y no es el único frente que nos desafía. La prolongada sequía de los últimos dos años ha obligado a limitar el calado y reducir el número de tránsitos diarios, afectando directamente la confiabilidad del Canal como ruta marítima global. Esto no es una amenaza futura: ya está ocurriendo.
Si Texas logra consolidarse como alternativa viable —especialmente para el comercio entre Asia y América del Norte—, el Canal de Panamá podría enfrentar una reducción sostenida de tránsitos. Las grandes navieras ya están rediseñando rutas. No se trata de especulaciones, sino de una reconfiguración logística en tiempo real.
Las consecuencias para Panamá serían graves y sistémicas: una caída en los ingresos por peajes, pérdida de atractivo para la inversión en infraestructura logística, debilitamiento de los puertos periféricos y una progresiva pérdida de relevancia como eje interoceánico. Peor aún, miles de empleos directos e indirectos vinculados al ecosistema marítimo estarían en riesgo.
Ante este escenario, es imperativo fortalecer la institucionalidad del Canal, blindándola frente a presiones externas y asegurando una gobernanza transparente, profesional e independiente. La modernización de nuestra red logística también es urgente: puertos como Colón, Chiriquí o Corozal deben convertirse en plataformas intermodales con infraestructura moderna y conectividad eficiente. A la par, necesitamos inversiones decididas en resiliencia hídrica y climática; porque sin agua, el Canal simplemente no funciona. Y quizás lo más estratégico: redefinir nuestra política exterior desde una perspectiva marítima, estableciendo alianzas inteligentes que fortalezcan nuestra soberanía sin someternos a alineamientos automáticos.
No basta con haber heredado una posición privilegiada. La historia nos dio el Canal; pero su futuro dependerá de nuestra capacidad para defenderlo, modernizarlo y reposicionarlo ante un mundo que ya se mueve hacia nuevas rutas.
El autor es máster en administración industrial.
