¿Tiempos líquidos, cuerpos cansados?

Vivimos tiempos en que todo parece deshacerse entre los dedos: relaciones, ideas, compromisos, incluso los valores que antaño sostuvieron la vida en común. Todo se ha vuelto frágil, efímero, líquido. Así lo definió Zygmunt Bauman cuando advirtió que la modernidad había entrado en una fase líquida, donde ya no existen estructuras duraderas y todo puede ser reemplazado sin dolor. En paralelo, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han nos habla de una sociedad del cansancio: individuos que se autoexplotan en nombre de la libertad, que viven agotados intentando cumplir ideales de productividad, éxito y rendimiento. Ambos pensadores, con lenguajes distintos pero convergentes, diagnostican una profunda enfermedad espiritual de nuestro tiempo. No una patología individual, sino una fragilidad colectiva. Y coinciden en que la única salida no es técnica, ni política, ni económica: es ética y humana. Requiere detenernos, mirar, pensar, volver a conectar con lo esencial.

Bauman nos dijo que lo líquido no tiene forma propia: necesita un recipiente para sostenerse. La sociedad actual, en cambio, ha roto esos recipientes. El compromiso ha sido reemplazado por la conveniencia; las relaciones, por conexiones; la comunidad, por la red. Vivimos en una cultura del descarte emocional, donde todo —personas, ideas, vínculos— puede ser abandonado si deja de producir gratificación inmediata. En esa fluidez, los lazos humanos se debilitan. Ya no se construyen relaciones por su profundidad, sino por su utilidad. La educación no se concibe como formación del ser, sino como entrenamiento para competir. El amor es reemplazado por el consumo de afecto rápido, y la ética se diluye en el pragmatismo. En palabras de Bauman: “Nos convertimos en turistas emocionales. Pasamos de experiencia en experiencia sin detenernos a habitar ninguna.”

Byung-Chul Han, por su parte, identifica el signo contemporáneo como el paso de la sociedad disciplinaria a la sociedad del rendimiento. Ya no hay un amo que ordena ni un castigo explícito. Hoy nos explotamos a nosotros mismos creyendo que eso es libertad. El “yo puedo” ha sustituido al “tú debes”. Y, bajo la máscara de la autoafirmación, nos convertimos en esclavos voluntarios del sistema. El sujeto moderno, dice Han, vive exhausto, deprimido, ansioso. Se exige ser exitoso, saludable, feliz, visible. Pero en ese proceso se pierde a sí mismo. El alma se seca, la mirada se fragmenta. El silencio desaparece. El pensamiento profundo se vuelve sospechoso. Todo debe ser inmediato, rentable, espectacular.

Tanto Bauman como Han nos alertan sobre un fenómeno que va más allá de la economía: el vaciamiento de lo humano. El alma se ha convertido en un estorbo, la lentitud en una falla, la contemplación en una pérdida de tiempo. Y, en ese contexto, la corrupción —política, ética, afectiva— no es una anomalía: es una consecuencia. Porque si todo es líquido y todo debe rendir, ¿por qué no mentir para ascender? ¿Por qué no desechar lo que no sirve? ¿Por qué no manipular si eso me da ventaja? Se rompe la raíz moral del ser. Se entroniza el juega vivo como forma de vida. Y la sociedad se convierte en una suma de soledades blindadas por el miedo o la indiferencia.

Ambos pensadores, desde sus respectivas trincheras, proponen caminos que convergen: volver al alma, a la lentitud, a lo esencial. Bauman habla de recuperar la solidez de los vínculos, revalorizar la responsabilidad, la empatía, el sentido del bien común. Han insiste en la necesidad del silencio, de la pausa, del pensamiento contemplativo como forma de resistencia. No es un llamado místico ni romántico. Es un llamado radical. Porque resistir hoy no significa gritar más fuerte: significa atreverse a no correr, a no rendir, a mirar al otro con profundidad, a detenerse en medio del vértigo.

En ese horizonte, la educación cobra una importancia central. No una educación técnica, vacía, funcional, sino una educación que forme para la lucidez, para el arraigo, para la vida interior. Una educación que enseñe a habitar la incertidumbre con dignidad y a construir sentido en medio del ruido. Como dijo Bauman: “La educación debe ser un espacio para aprender a convivir con lo incierto, y no una fábrica de certidumbres inútiles.” Y como diría Han: “Hay que enseñar a estar. No solo a producir.”

Este artículo no pretende dar respuestas totales, pero sí abrir una brecha. Una grieta por donde entre la luz. Porque, aunque todo parezca disolverse, aún hay palabras, gestos y actos que pueden sostener la esperanza. Y porque, en última instancia, resistir es volver a cuidar el alma del mundo.

La autora es psicóloga y docente.


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