Dicen que viajar cura el alma. Y sí, tienen razón… una vez que sobrevives al aeropuerto. Porque, seamos honestos, no hay nada que ponga más a prueba el equilibrio mental que esa espera eterna de tres horas antes del vuelo. Tres. Horas. Sentado en una silla de metal que parece diseñada por alguien que odia las espinas dorsales humanas.
El viaje empieza bien: uno llega con ilusión, con la maleta perfectamente organizada (al menos hasta que seguridad decide que tu champú es una amenaza nacional). Te llenas de esperanza, miras las pantallas, tomas un café carísimo —porque, claro, en el aeropuerto el agua cuesta como un buen vino— y te dices: “esto valdrá la pena”.
Pero luego viene la prueba: tres horas de espera.Tres horas viendo cómo otros pasajeros se comen sándwiches tristes envueltos en plástico o cómo los niños corren felices mientras tú te preguntas en qué momento la vida adulta se volvió tan sedentaria.
Y es ahí donde me asalta una gran idea: ¿por qué los aeropuertos no pueden ser más… amigables?
Imagina un espacio con sillones cómodos (de esos en los que uno no teme perder una vértebra), una pequeña zona de yoga o estiramiento para viajeros valientes, bicicletas estáticas con vista a la pista y, quizás, una clase exprés de meditación para esos minutos previos al “boarding delayed”.
Y eso que, en el caso del Aeropuerto Internacional de Tocumen, nos encontramos con una instalación moderna, en bastante buen estado y más limpia de lo que uno podría imaginar. Pero definitivamente no tiene nada de amigable.
Sería glorioso convertir el aeropuerto en una especie de spa previo al vuelo. Porque si algo necesitamos antes de subirnos a un tubo de metal con alas, es un poco de paz interior (y un mejor flujo sanguíneo). Recuerdo que, hace unos años, en el aeropuerto de Ámsterdam-Schiphol había unos camastros como los que se ponen en las piscinas, ideales para una buena siesta. En cambio, estoy en la puerta 140Z esperando el vuelo a Guadalajara y somos al menos quince personas sentadas en el piso por falta de asientos (que, además, son una tortura).
Así que sí: viajar cura, pero después del trauma inicial.Primero el estrés, luego el despegue y, finalmente, esa maravillosa sensación de libertad que solo se siente cuando el avión deja atrás el suelo y, con él, el caos del aeropuerto.
Y entonces sí, todo vale la pena. Hasta el café de siete dólares.
La autora es abogada.

