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Tomar un libro: el último acto revolucionario

El libro ha sido un lujo durante la mayor parte de la historia de la humanidad. Quizás los jóvenes no lo sepan, y quizá algunos viejos lo hayan olvidado, pero internet no era algo común en los hogares hace tan solo 25 años. En aquel tiempo, la definición de portátil era todo menos eso, y para estudiar muchos usábamos enciclopedias.

Y de eso va este artículo: de libros y enciclopedias. Pues mientras hoy en día bastan dos o tres clics para tener acceso a un libro, en la Francia del siglo XVIII el mismo resultado requería de un escritor refugiado en los Países Bajos, un editor operando en un sótano clandestino y una red de ingeniosos y revoltosos distribuidores que apreciaran más las ideas que la vida misma. Era una época de ideales y puñales, y tener el libro equivocado significaba la muerte. Se llamaba Ilustración, en parte, porque aquellos hombres y mujeres dieron su vida para poner en la mesa de sus iguales ideas de libertad, fraternidad e igualdad.

Mientras, por una parte, Diderot y D’Alembert acumulaban los saberes de los hombres en la Encyclopédie, D’Holbach incendiaba las calles de París con su filosofía subversiva. En tiempos donde la erudición y la fantasía encontraban cabida por igual, ellos se atrevieron a lo que invitaba Kant: “Piensa por ti mismo”. En ese entonces no cualquiera podía tener un libro, mucho menos uno de esos ejemplares incendiarios que el Estado y la Iglesia perseguían.

Es bien sabido que, si algo cuida el poder celosamente, es el privilegio: el privilegio de saber, de pensar, de opinar, de cuestionar a la autoridad. Los libros son peligrosos. La palabra escrita tiene el poder de difundir ideas como un virus. Así fue en Roma con los evangelios, en Francia con la Revolución y en Alemania con la propaganda. Resulta sumamente difícil dimensionar la cantidad de tiempo y esfuerzo que le costó a la humanidad alcanzar el nivel de civilización necesario para que usted, que me lee, pueda hojear este texto.

En tiempos en los que el acto más revolucionario que uno puede hacer es dejar las pantallas por un segundo, donde la verdad y la mentira se escurren a borbotones hasta anegar la nave del pensamiento, urge tomar un libro. Digo tomarlo, no comprarlo, pues las bibliotecas públicas aún se mantienen en pie. El mayor honor que se puede dar a un escritor es ser leído, no consumido ni comprado. Enseñemos a nuestros hijos el amor por los libros, para que encuentren consejo, sosiego y clemencia cuando ya no estemos; para que hallen las palabras adecuadas para sus hijos y sean más sabios que nosotros; para que vivan más de una vida.

A las puertas de la Feria del Libro, debemos reflexionar y apoyar a aquellos autores que se esfuerzan por crear literatura de calidad en este país. Somos una nación pequeña y nuestra voz se pierde en el coro de la historia; de nosotros, nuestros tiempos y nuestra forma de vivir quizá no quede algún día sino un lejano testimonio contado por algún panameño tan anónimo como nosotros.

El autor es consultor en temas legales, parlamentarios y políticos.


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