En el entorno global actual, marcado por la fragmentación, los desafíos sociales y las tensiones geopolíticas, se confirma una verdad ineludible: ninguna organización, estructura o movimiento puede transformar profundamente las realidades locales y regionales por su cuenta. La colaboración entre actores sociales, institucionales y políticos se ha convertido en el motor indispensable para construir sociedades más justas, resilientes y sostenibles. En ese entramado, la geopolítica colaborativa se revela como un proceso estratégico necesario para catalizar un cambio y una transformación sostenible.
Bajo este contexto, las organizaciones que trabajan en el terreno —como las organizaciones de la sociedad civil, movimientos comunitarios, redes académicas o colectivos culturales— son las primeras en identificar las fracturas sociales y las oportunidades de transformación. Sin embargo, su impacto se multiplica cuando se articulan entre sí, comparten conocimientos, implementan estrategias con una visión unificadora y construyen agendas de acción común.
Tradicionalmente, la geopolítica ha estado dominada por intereses de poder, competencia entre Estados y dinámicas verticales. Frente a desafíos como el cambio climático, las migraciones, la pobreza y la desigualdad, esta lógica resulta insuficiente. Emerge así una nueva visión unificadora: la geopolítica colaborativa, que promueve la cooperación entre Estados, regiones y actores relevantes para abordar problemas transnacionales desde una perspectiva de corresponsabilidad.
Esta visión colaborativa ya ha sido puesta en práctica por organizaciones como la Unión Europea, la Unión Africana y la ASEAN. Estas entidades han demostrado que la cooperación regional puede ser una plataforma eficaz para la mediación de conflictos, la promoción de derechos humanos y el desarrollo económico inclusivo. La ONU, por su parte, ha fortalecido sus vínculos con estas entidades, reconociendo que el multilateralismo en red es esencial para la prevención de crisis con alto potencial de escala. Por ello, la colaboración entre organizaciones sociales y estructuras geopolíticas no es solo deseable: es estratégica.
Debemos recordar que las transformaciones sociales requieren marcos normativos, financiamiento, legitimidad política y protección institucional. A su vez, las agendas geopolíticas necesitan arraigo territorial, participación ciudadana, cofinanciamiento privado y legitimidad social. Cuando estos dos sistemas se entrelazan, se crean ecosistemas de cambio capaces de transformar no solo políticas públicas, sino también imaginarios colectivos y estructuras de poder difuso, construyendo puentes entre lo local y lo global.
En este entramado colaborativo, las redes de empresas privadas que operan bajo principios ASG (ambientales, sociales y de gobernanza) están desempeñando un papel fundamental. Su capacidad de innovación, inversión responsable y articulación con comunidades les permite contribuir activamente a la construcción de entornos más justos y sostenibles. Al participar en procesos de diálogo regional, apoyar iniciativas de impacto social y promover cadenas de valor éticas, estas empresas fortalecen la geopolítica colaborativa.
Eventos como la Semana de la RSE en Panamá representan espacios privilegiados para concretar esta necesidad de articulación. Son momentos en que convergen voces diversas, se comparten aprendizajes y se trazan rutas comunes hacia un modelo de desarrollo más inclusivo. En estos encuentros, una visión unificadora deja de ser una idea abstracta y se convierte en una práctica viva, tejida por quienes creen que otro futuro es posible.
Transformar realidades exige más que buenas intenciones. Requiere alianzas sólidas, visión unificadora, voluntad política, agendas de acción compartida e innovación. En ese sentido, cada organización que decide colaborar está contribuyendo a rediseñar la arquitectura del cambio; cada territorio o región que apuesta por la cooperación geopolítica está sembrando las bases de un desarrollo equitativo y sostenible. Construir esa fórmula ganar-ganar implica reconocer que el bienestar colectivo no surge de la competencia, sino de la convergencia. Es en la intersección entre lo público, lo social y lo empresarial donde se gestan las transformaciones más profundas.
El autor es abogado y responsable País de Fundación Avina.
