En la sociedad panameña persisten desafíos estructurales y problemáticas endémicas, como la desigualdad social y económica, la impunidad y la corrupción. Se trata de cuestiones graves y persistentes que afectan de manera continua al país. Existen, además, otras situaciones que, debido a factores culturales, suelen ser ignoradas o aceptadas como parte de la cotidianidad, pese a su reconocimiento generalizado y a su frecuente exposición en la vida diaria.
Uno de los fenómenos observados en la administración pública es la denominada “dedocracia”. Este término hace referencia a la práctica de designar a una persona para un cargo específico de manera discrecional, sin considerar procedimientos formales ni concursos públicos que permitan la participación de otros candidatos posiblemente más calificados. A menudo, tales decisiones se toman haciendo uso de la autoridad o jerarquía inherente al puesto ocupado.
El término “dedocracia” surge de la combinación de “dedo” —en referencia al acto de señalar a quien ocupará un cargo— y “cracia”, del griego, que significa gobierno. Este concepto describe situaciones en las que los puestos se asignan por criterios como la lealtad, las relaciones personales o los contactos, en lugar de basarse únicamente en el mérito. En Panamá, es frecuente observar que familiares, amistades e hijos de figuras públicas —políticos, magistrados, diputados, periodistas o ministros— ocupen posiciones relevantes.
Estos familiares son designados en cargos de alto nivel jerárquico y, posteriormente, adquieren visibilidad significativa en redes sociales y programas televisivos. No debe interpretarse mal: todo el mundo tiene derecho, sin importar de dónde venga o qué apellido ostente, a ocupar un cargo público. Sin embargo, la situación en Panamá es alarmante: puestos que deberían ser ocupados por personas con experiencia demostrada, trayectoria amplia y especializada de pronto son asumidos por un hijo de fulano que entra por la puerta grande. En pocas palabras, hablamos de favoritismo o amiguismo en toda su extensión. Se trata de personas nombradas en puestos altos sin haber hecho carrera pública ni pasado por los filtros necesarios para ocupar dichos cargos.
La solución más evidente es que el Órgano Legislativo haga su trabajo: aprobar una ley moderna, bien consultada, que regule con detenimiento la forma en que se nombra a los funcionarios públicos y se desarrolla la carrera pública en Panamá, desde la jerarquía más baja hasta la más alta. Esta normativa debería exigir que cualquier persona —sin importar su origen o apellido— concurra al puesto mediante concursos públicos (lo que en otros países llaman “exámenes y oposiciones”), cumpla con años de trabajo dentro de la institución, satisfaga requisitos académicos y, gradualmente, ascienda por distintos cargos hasta llegar a los niveles superiores. El sistema debería basarse en puntajes y garantizar que el mejor candidato obtenga el puesto; en muchos países, incluso, se preserva el anonimato de los postulantes para evitar señalamientos de amiguismo.
En síntesis, se propone que los procesos de selección se basen estrictamente en el mérito, considerando habilidades y experiencia profesional en lugar de conexiones políticas o personales. De forma complementaria, otras propuestas sugieren que los procesos de nombramiento sean públicos, independientes y regidos por normas claras de transparencia, facilitando así el conocimiento y la supervisión ciudadana. Estos mecanismos permitirían anular nombramientos carentes de mérito y contribuirían a la lucha contra la corrupción.
Como decía Norberto Bobbio en su célebre obra Democracia y secreto, la democracia debería ser un poder visible, sujeto a la vigilancia ciudadana. Sin embargo, la falta de transparencia sigue siendo su gran deuda. Bobbio señala que el secreto es una herramienta del poder e insiste en la importancia de inspecciones constantes. La dedocracia, basada en decisiones arbitrarias y nombramientos sin procesos abiertos, representa ese poder invisible que vulnera la transparencia, la rendición de cuentas y la participación ciudadana propias de una auténtica democracia. Los nombramientos a puerta cerrada reflejan opacidad en la toma de decisiones, ausencia de rendición de cuentas y, sobre todo, una menor participación y legitimidad pública.
Es fundamental implementar una educación cívica efectiva que capacite a la ciudadanía sobre sus derechos, promoviendo la exigencia de prácticas justas y una mayor participación democrática. Además, es indispensable incluir a grupos vulnerables y marginados en los procesos de selección.
Se debe garantizar que las personas designadas posean la experiencia necesaria para sus funciones, evitando que el sector público sea utilizado como medio de colocación partidista. Asimismo, es primordial promover la autonomía política e inclusión, asegurando la representación genuina y la capacidad de decisión de grupos tradicionalmente excluidos —en particular las mujeres— y erradicando prácticas que limiten su autonomía.
Para fortalecer las instituciones democráticas, resulta imprescindible implementar reformas que garanticen la independencia e imparcialidad de los funcionarios públicos, incluyendo mecanismos legales para impugnar nombramientos inapropiados. Finalmente, aumentar la transparencia y la rendición de cuentas implica abrir los procesos de selección al escrutinio público, permitiendo a la sociedad civil y a los medios de comunicación monitorear y exigir responsabilidades a los líderes. El fomento de la educación y el compromiso cívico es esencial para consolidar una cultura de prácticas políticas justas, transparentes y orientadas al fortalecimiento democrático.
El autor es abogado, investigador y doctor en Derecho.

