El mérito como virtud es lo que vuelve a alguien digno de elogio o recompensa, pero ¿cómo se adquiere ese mérito?
Un don es una capacidad o facilidad para aprender, que el humano recibe gratuitamente como un regalo genético, innato. Se habla, por ejemplo, de tener un don para las matemáticas, la música, el dibujo, etcétera. Esta aptitud se otorga al azar (o por Dios para los creyentes), pues no se elige, sino que nos elige.
Por eso esta genialidad, como disposición innata del espíritu, implica cierta desigualdad originaria, son pocos los que gozan de un don, que muchos ven como injusto, motivo incluso de envidia. Las ideologías de izquierdas, al verlo como algo supuestamente recibido de nacimiento como privilegio, lo relacionan con una desigualdad dañina e injusta que debe extirparse de toda sociedad, cual cáncer, al extremo de negar hasta la existencia de dones.
Pero, sin duda alguna, un don raro y precioso es la base natural que, cultivada y trabajada, podrá convertirse en un talento genial, como el de Mozart y Beethoven en la música, o Van Gogh y Gauguin en la pintura, o Cervantes y García Márquez en la literatura (los ejemplos abundan), pues el talento es una potencia creadora.
El talento requiere esfuerzo, trabajo y tiempo para convertirse en algo excepcional y aun cuando se adquiere normalmente durante la infancia y la adolescencia, es tarea de toda la vida para lograr plenamente esa genialidad creativa.
Cabe recordar la metáfora que usó Jesucristo en la parábola de los talentos (Mateo 25, 14-30), para enfatizar la obligación que tenemos los humanos de utilizar bien todos los dones y talentos recibidos, no desperdiciarlos o dejarlos inactivos como el siervo que los enterró sin usarlos.
Claramente nos dice metafóricamente que no se debe elogiar al mediocre menesteroso ni recompensar al avaro mezquino, pues no tienen el mérito necesario para convertirlos en figuras heroicas o admirables.
En muchas sociedades el don, la genialidad y el talento otorgados por la naturaleza (o Dios) deben ir acompañados por la reciprocidad mutua y por todo un sistema de obligaciones que devuelvan el equivalente a quienes no estén igualmente dotados, como expresión de gratitud, máxime si la naturaleza es injusta y dura.
En Panamá pasa todo lo contrario, como fenómeno tremebundo y desmoralizador, pues se le da mérito desmedido al mediocre en todas las esferas, desplazando del poder a esos siervos buenos bíblicos que supieron utilizar bien sus dones y talentos, ahora usufructuado aquí por una hegemonía de facinerosos irredentos.
Este triunfo de la mediocridad abarca toda la sociedad panameña en la totalidad de sus componentes tanto público como privado, sin distinción de clases sociales.
Lo triste es que la opinión pública nacional no solo acepta, sino convalida esta despreciable condición, pues es precisamente allí donde se asienta soberanamente esta mediocridad, ya como norma y media social.
La prepotencia de los mediocres solo puede combatirse con ideas, preferencias, aspiraciones y propósitos superiores, con el predominio de opiniones meritorias verdaderas.
El autor es ciudadano