Son las seis de la mañana en Boquete. El aire es fresco, limpio, casi transparente. Camino por la vereda y, a mi alrededor, la naturaleza despierta en un concierto de colores y sonidos: aves de plumajes brillantes cruzan el cielo en vuelos juguetones, mientras otras, escondidas entre la enramada, regalan un canto tan claro que parece una melodía compuesta solo para mí.
Más adelante, junto al arroyo, me acomodo sobre una piedra fría y lisa. Frente a mí, el agua cristalina baja desde las montañas con una suavidad hipnótica. Observo cómo la corriente se lleva las hojas caídas, girándolas como pequeños barcos de papel rumbo al río. Y pienso que esa misma corriente no solo arrastra hojas, sino también mis cargas y preocupaciones, para soltarlas lejos, en el mar.
Me quito los zapatos y sumerjo los pies en el agua helada. Un estremecimiento recorre mi cuerpo, pero pronto se transforma en un placer indescriptible. Cierro los ojos y siento que estoy en el cielo, en un spa natural creado por Dios mismo.
De regreso a casa, avanzo por un sendero verde y florido que serpentea junto al río. Aspiro profundamente, intentando guardar dentro de mí el perfume de la hierba fresca y las flores silvestres. La brisa acaricia mi rostro, como si quisiera recordarme que estoy vivo. ¡Qué delicia!
Al cruzar un pequeño puente, algo me detiene: en el limonero que se asoma sobre el muro de piedra que bordea mi casa, una pareja de pajaritos de pecho amarillo se acarician con besos diminutos, ajenos a mi presencia. La ternura de esa escena me roba una sonrisa. ¡Qué hermosura!
Un poco más adelante, por la calle, bajan dos muchachas gorditas y simpáticas. Me saludan con la mano y me regalan una sonrisa amplia, sincera, de esas que iluminan el día. En ese instante pienso: ¡qué linda es la vida!
Al llegar al portal, me quedo maravillado. El jardín luce como un cuadro de primavera: lirios amarillos, naranjas y rojos se abren al sol; flores de “novios” de mil colores salpican la vista; un jazmín perfumado florece con generosidad; y los agapantos celestes y blancos parecen encenderse bajo la luz. Allí, entre las flores, mi esposa se inclina escogiendo con delicadeza algunos agapantos que más tarde adornarán la sala y el comedor. Un gesto tan sencillo, tan lleno de amor, que me conmueve. ¡Qué detalle tan hermoso!
Entro a darme un baño de agua tibia que me envuelve como un abrazo. Me visto y salgo al balcón, donde Olguita me espera. Nos damos un beso y nos sentamos a compartir el desayuno en una pequeña mesa que mira al arroyo. El paisaje se abre frente a nosotros como un regalo: el murmullo del agua, el canto lejano de los pájaros, el jardín florecido. Sobre la mesa, queso blanco del país, tortillas de maíz recién hechas y, por supuesto, una taza humeante del café más aromático del mundo: el café de Boquete.
Son las 7:45. El perfume del jazmín lo inunda todo, el sol comienza a iluminar las montañas y yo me siento pleno, agradecido, en paz.
De pronto suena el teléfono. Es una de mis hijas. Llama para saber cómo estamos y para darnos una noticia que llena el corazón: ¡todos los hijos y nietos vendrán a Valle Escondido a pasar una semana con nosotros! La emoción me invade, los brazos ya se preparan para recibirlos. ¡Maravilloso!
Al mediodía, Olguita y yo vamos a almorzar a El Pianista, un restaurante italiano escondido entre montañas. Nos sentamos frente a una cascada que brota del bosque, su rumor acompaña cada bocado. Pizza recién salida del horno, espagueti al dente, dos copas de Malbec. La vida nos sonríe. ¿Qué más se puede pedir?
A las tres de la tarde descendemos por la montaña. El camino se abre entre fincas, cafetales y ríos que brillan bajo el sol. En una cabaña junto al camino, un grupo de niños indígenas juega intentando atrapar una gallina; sus risas resuenan puras, libres, como si no hubiera más preocupación que atrapar a ese escurridizo animal. Más adelante, compramos fresas frescas. De repente, comienza a caer un bajareque suave, esa llovizna fina que acaricia más que moja.
Al llegar a casa, la naturaleza me regala otra sorpresa: dos arcoíris se alzan sobre el cielo, dibujando un puente de colores entre las montañas. Me detengo, los contemplo con el corazón lleno. No lo puedo creer. ¡Fantástico!
Por la noche saldremos a cenar con dos de nuestros mejores amigos.
Mientras tanto, contemplo lo esencial: tenemos salud, yo la quiero y ella me quiere.
Hoy, en este rincón bendecido del mundo, sé que estoy viviendo un día que sabe a cielo.
El autor es empresario.


