La pandemia dejó en evidencia que un mal manejo de las finanzas nacionales no solo conlleva mayor deuda, costos financieros más altos y un mayor riesgo país, sino también un creciente deterioro de la institucionalidad y desconfianza ciudadana. El aumento de la inversión y el crecimiento económico no se tradujeron en el empleo ni en el desarrollo esperado, pero sí en escándalos de corrupción asociados al mal uso de los fondos públicos.
Según encuestas recientes, el 77% de los panameños no sabe cómo el Canal los beneficia o no cree que recibe beneficios directos. Esta percepción es lamentable, pero comprensible si consideramos que el aporte del Canal en 2024 —entre peajes y dividendos— fue de $2,450 millones, más del 25% de los ingresos del gobierno central, mientras que se pagaron más de $2,519 millones en intereses sobre la deuda pública. En otras palabras, prácticamente toda la recaudación del Canal se destinó a cubrir únicamente el costo financiero de una deuda que, a junio de 2025, supera los $56 mil millones. De hecho, el nuevo presupuesto prevé que en 2026 se pagarán más de $3,660 millones en intereses, frente a una recaudación canalera estimada en $3,245 millones. A quienes repiten el discurso antiinversión y proclaman que con el Canal es suficiente, les digo: despierten y huelan el café, no alcanza.
El problema no es solo el nivel de la deuda, sino su calidad y costo. En 2013, el gasto del gobierno central fue de $8,614 millones: 46% en gastos corrientes (planillas, subsidios, alquileres y operación del Estado), 10% en intereses y 44% en inversión (activos que generan empleo y aumentan la capacidad productiva). Para finales de 2024, el panorama cambió: 64% del gasto fue corriente, 13% en intereses y solo 23% en inversión. Si bien esto representa una leve mejoría respecto a 2023 —cuando se invirtieron apenas $3,369 millones, casi $450 millones menos que una década atrás—, entre 2013 y 2023 el PIB creció a un ritmo promedio de 5.56% anual, mientras que el gasto corriente lo hizo al 7.3%, y la inversión decreció a una tasa promedio de -1.13%.
El nuevo presupuesto proyecta una inversión de $5,374 millones, equivalente al 30% del gasto, lo que marca una recuperación. Sin embargo, no podemos perder de vista que el aumento en intereses representa dinero que pudo haberse destinado a inversión.
Es justo reconocer los esfuerzos de la actual administración por enfrentar de manera directa este problema heredado y priorizar la prudencia fiscal para garantizar finanzas públicas sostenibles. No obstante, sería poco realista esperar resultados inmediatos. Así como un paciente con obesidad no recupera su peso ideal tras pocas semanas de dieta, es evidente que esto tomará tiempo e implicará reformas estructurales. Entre ellas, urge establecer un mecanismo de largo plazo que trascienda las coyunturas y administraciones, y que garantice la asignación prioritaria de recursos al desarrollo y la generación de empleo.
Aquí es clave aprender de experiencias internacionales. Noruega, al explotar sus yacimientos petroleros, tuvo la visión de crear un fondo soberano —hoy el más grande del mundo— que convirtió a una nación pesquera en un país desarrollado en pocas décadas. El fondo se basa en principios sencillos: los excedentes del recurso van al fondo, se invierten en el exterior y solo pueden utilizarse los intereses. Este esquema ha despolitizado el uso del recurso y asegurado su sostenibilidad, generando más prosperidad que países con mayores reservas como Venezuela, Irak o Siria. De hecho, el fondo noruego supera a los de Emiratos Árabes, Kuwait y Arabia Saudita. Como señalan los Nobel Acemoglu y Robinson: no es la falta de recursos lo que condena a las naciones, sino la debilidad de sus instituciones.
Si Noruega parece un ejemplo distante, veamos a Perú. Desde 2001, su Ley del Canon Minero destina el 50% del impuesto sobre la renta generado por las empresas mineras a inversión pública. De ese monto, 10% va al distrito minero, 82.5% a proyectos provinciales y regionales, y el resto a financiar universidades. Este esquema ha permitido que las comunidades perciban beneficios tangibles, fomenta nuevos proyectos y evita que los recursos se diluyan en el gasto corriente del Estado.
Panamá cuenta con el Fondo de Ahorro de Panamá —antes Fondo Fiduciario para el Desarrollo— que recibió fondos de la venta de empresas públicas y, luego, de excedentes del Canal. No obstante, su objetivo es el ahorro a largo plazo y la estabilización fiscal, no la inversión comunitaria. Es momento de evaluar seriamente que los ingresos extraordinarios por concesiones, contratos mineros o venta de activos del Estado se destinen a resolver problemas sociales a través de inversiones generadoras de empleo, en lugar de mezclarse con los fondos corrientes.
Debemos mirar más allá de la crisis fiscal actual y aspirar a una visión transformadora, como la tuvieron Noruega y Perú. La mejor forma de lograr que el desarrollo alcance realmente a las comunidades es con un mecanismo que transparente la recaudación de grandes inversiones, y garantice que esos fondos se utilicen en beneficio directo de la población, sin ser absorbidos por el aparato estatal.
El autor es economista.

