El estratégico sector de telecomunicaciones se ha convertido en un oligopolio. Es vital atraer competencia que promueva la innovación y la eficiencia.
El gobierno debe liderar esta renovación, empezando por deshacerse del conflicto de interés que representa su participación en la empresa Cable and Wireless.
De acuerdo con una nota de La Prensa del pasado sábado 28 de mayo: “En septiembre del año pasado, la directiva de Cable and Wireless Panamá (CWP) anunció la adquisición de las operaciones de Claro Panamá por $200 millones. El anuncio de la compra generó el rechazo y la salida del país de Digicel Panamá, otro de los operadores que prestaba servicio en el país desde 2008″.
La Prensa luego concluye que, “tras la compra de Claro, solo estarían brindando los servicios de telecomunicaciones en el país CWP y Tigo”. O sea, dos empresas, un oligopolio. Y, en una de las cuales, CWP, el Estado participa con el 49% del capital. Incómoda realidad para el crecimiento de tan crítico sector del país.
Cualquier estudiante de economía sabe de sobra que los oligopolios, como los monopolios, son organizaciones económicas que no precisamente promueven el bienestar y la competencia.
Dejados a su libre albedrío, actúan en forma poco respetuosa a las reglas del mercado. Y la forma usual de corregir las potenciales bellaquerías es: o más mercado (competencia) o más regulación.
Lo peludo de nuestra situación es que, quien debe promover competencia, el Estado, es socio del negocio, por lo que no parece haber interés por que haya más competencia, que beneficiaría al ciudadano, pero reduciendo la ganancia del oligopolio y así los dividendos del Estado.
Pero tampoco ese socio quiere más regulación, algo que implicaría más costos al operador y, también aquí, menos dividendos para el Estado.
En 25 años, CWP le ha rendido al Estado $1,020 millones en dividendos, o sea, $40 millones al año, el equivalente al 2% del último aporte del Canal al Estado. Eso es nada contra la menguada inversión nueva al sector.
Lo cierto es que esta inversión en CWP, que alguna vez pudo ser una buena idea, se ha convertido en una restricción onerosa para el desarrollo del sector y a la capacidad del gobierno de actuar en forma soberana. El Estado, solito, se ha convertido en un rehén del oligopolio.
Para los que vemos a diario estas cosas, ya estamos aburridos del cuento de que una cosa es el “accionista” y otra cosa la “autoridad”.
Hay abundante evidencia de lo contrario y lo mejor es cortar por lo sano. El Estado debe vender sus acciones y reganar su independencia. Nunca el Estado tendrá más autoridad que separado del vaivén competitivo de la industria.
Además, si miramos el retorno de esa inversión contra los beneficios nacionales, las cuentas no salen.
En 25 años, CWP le ha rendido al Estado $1,020 millones en dividendos (La Prensa dixit), o sea, $40 millones al año, el equivalente al 2% del último aporte del Canal al Estado. Eso es nada contra la menguada inversión nueva al sector, generada por la inseguridad jurídica de ser “juez y parte”, de que no hay “fair play”.
Bien asesorado, el Estado puede vender sus acciones muy bien. Con lo que, además de reganar credibilidad y autoridad, tendrá dinero para cumplir con las comunidades pobres y distantes. Que el más remoto panameño acceda al beneficio de buenas comunicaciones a poco o ningún costo.
O, ¿qué tal poner ese dinero en el Fondo Panamá? O, simplemente, invertirlo en investigación científica y tecnológica a través de la Secretaría Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación (Senacyt).
Para CWP, la decisión no es para echarse a llorar. Tener al Estado de socio supone siempre tener una política de dividendos que, en tiempos duros, no siempre es conveniente.
Y además, aumentando su participación en el negocio por sí, o con nuevos inversionistas, CWP tiene como potenciar sus inversiones de capital, que con el Estado panameño de socio, ha tenido que cargarlo.
Esto es ganar/ganar.
El autor es director de la Fundación Libertad

