En Panamá, la infraestructura se ha convertido en sinónimo de promesas incumplidas, sobrecostos escandalosos, obras inconclusas y corrupción impune. Una carretera anunciada como “vía para el desarrollo” termina costando el triple, y en muchos casos ni siquiera se termina. Puentes que colapsan antes de ser inaugurados, escuelas que se demoran una década en construirse, hospitales sin quirófanos operativos, líneas del Metro sin integración urbana real.
¿Hasta cuándo vamos a tolerar que nuestras obras públicas sean negocios privados de unos pocos? ¿Hasta cuándo los ciudadanos vamos a aceptar este modelo desordenado y opaco como si fuera normal?
No lo es. Y no debe serlo más.
Panamá necesita una nueva cultura de la infraestructura. Una cultura basada en reglas claras, visión de país, eficiencia técnica y, sobre todo, respeto por el dinero público. El mundo moderno no improvisa: planifica, evalúa, supervisa, ajusta y aprende.
Existen principios universales que los países serios aplican rigurosamente antes de iniciar cualquier gran proyecto. Son las 12 reglas del juego de la infraestructura, y deberían estar grabadas en mármol en cada ministerio, alcaldía, autoridad autónoma y empresa constructora del país.
Estas son las reglas que Panamá debe exigir:
Visión de largo plazo, no de corto plazo electoral.
Planificación territorial, no parches aislados.
Priorización con impacto, no favores políticos.
Evaluación técnico-económica, no improvisación.
Estructuración financiera responsable, no endeudamiento ciego.
Gobernanza clara y responsable, no confusión ni excusas.
Transparencia total, no contratos en tinieblas.
Participación ciudadana, no decisiones desde el escritorio.
Gestión de riesgos, no desastres anunciados.
Mantenimiento asegurado, no obras que se deterioran al poco tiempo.
Capacitación técnica, no funcionarios sin experiencia.
Evaluación posterior, no silencio cómplice.
No es un problema técnico: es un problema ético. Cuando una obra cuesta cuatro veces más de lo presupuestado, alguien robó, alguien miró para otro lado y todos pagamos. Cuando un proyecto se paraliza por años, se le roba tiempo y oportunidades a comunidades enteras. Cuando los sindicatos bloquean obras por intereses mezquinos, también se afecta el desarrollo del país. La corrupción no es solo un sobreprecio: es también una carretera sin destino, una escuela sin estudiantes, una promesa sin futuro.
Este llamado no es solo al gobierno: es también a los periodistas que deben investigar, a las comunidades que deben exigir, a los jóvenes que deben comprender que el futuro se construye, no se improvisa, y a los técnicos, ingenieros, arquitectos y servidores públicos honestos que aún creen que se pueden hacer las cosas bien.
Panamá necesita más que cemento: necesita confianza. Y eso solo se construye con reglas, con transparencia y con carácter.
El autor es exdirector de La Prensa.
