En los últimos años, la palabra trauma ha empezado a aparecer cada vez más en nuestras conversaciones. Ya no se escucha solo en consultorios de psicología o psiquiatría, sino también en redes sociales, en colegios, en las familias e incluso en ambientes laborales. Y aunque esto es un avance, porque significa que estamos hablando más de salud mental, todavía existe mucha confusión sobre lo que realmente significa.
Mucha gente piensa que el trauma ocurre únicamente cuando alguien vivió abuso, violencia o un evento extraordinariamente duro. Y como no todos hemos pasado por algo así, nos parece algo lejano, casi misterioso, como si perteneciera solo a historias muy dolorosas de otras personas.
Pero cuando miramos más de cerca, pueden surgir dudas muy humanas: ¿por qué una misma experiencia marca profundamente a una persona mientras otra la atraviesa sin mayores consecuencias? ¿Por qué reaccionamos con más intensidad de la que quisiéramos ante un comentario, una discusión o un conflicto de pareja? ¿Por qué una ruptura sentimental, una infidelidad o incluso una pérdida laboral puede sentirse como si nos derrumbaran por dentro? ¿Y por qué el cuerpo sigue reaccionando incluso cuando la mente insiste en que “ya pasó el peligro”?
Comprender estas preguntas requiere un cambio de perspectiva. Necesitamos mirar el sufrimiento humano con un lente distinto, al que algunos llamamos: el lente del trauma. Este enfoque nos permite entender que nuestras emociones, nuestras respuestas físicas y nuestra forma de relacionarnos con los demás están profundamente influenciadas por lo que hemos vivido.
Hablar de trauma es reconocer que cuerpo y mente guardan memoria de aquello que no pudimos procesar en su momento. A veces, el trauma no proviene de lo extraordinario, sino de lo cotidiano: crecer en un hogar donde no te consolaban cuando llorabas; recibir críticas constantes; aprender a ser “fuerte” demasiado temprano; vivir rodeado de tensiones; sentir que tus emociones no tenían espacio; o incluso haber sido sobreprotegido al punto de no aprender a confiar en tus capacidades. También puede nacer en la adultez: una separación dolorosa, una relación llena de inseguridad, una traición inesperada o la pérdida abrupta de un trabajo que formaba parte de tu identidad.
El médico Gabor Maté lo resume así: “El trauma no es lo que nos sucede, sino lo que ocurre dentro de nosotros como resultado de lo que nos sucede”. Dos personas pueden vivir un mismo evento, pero su impacto interno será distinto, porque el trauma no se mide por el tamaño del hecho, sino por la huella que deja.
Entender esto permite ver que el trauma no siempre está asociado a un gran suceso trágico, sino a experiencias que nos sobrepasaron emocionalmente. Trauma es aquello que nuestro sistema nervioso no pudo sostener solo. Es lo que nos desbordó antes de tener herramientas para manejarlo y que terminó siendo guardado como una forma de protección.
A veces se manifiesta en cómo reaccionamos hoy: en el miedo a no ser suficientes, en la dificultad para confiar, en la necesidad de agradar o en esa sensación de alerta que aparece incluso cuando todo está aparentemente bien. En otras ocasiones, se expresa más en el cuerpo: tensión en el pecho, insomnio, nudos en la garganta, cansancio persistente, palpitaciones intensas o dolores que no aparecen en ningún examen médico. El cuerpo tiene su propio lenguaje, y con frecuencia es él quien primero nos avisa que hay algo no resuelto.
Estas respuestas suelen estar vinculadas a experiencias que ni siquiera reconocemos como traumáticas. A veces no es lo que pasó, sino lo que faltó: la contención que no llegó, la mirada que hizo sentir invisibles, la validación que no recibimos, la seguridad que no tuvimos o esa necesidad de ser fuertes demasiado pronto. Otras veces son historias heredadas: miedos, pérdidas y silencios que viven en las familias y se transmiten sin que nadie los nombre.
Comprender todo esto nos ayuda a mirarnos con más compasión y a reconocer que muchas de nuestras reacciones actuales no son fallas, sino señales de lo que un día tuvimos que hacer para sobrevivir.
Y aquí aparece la esperanza: el trauma no nos define. Entenderlo nos permite transformarlo. Sanar no es borrar lo vivido; es recuperar espacio en el presente. Es sentir que el cuerpo ya no reacciona como si siguiera en peligro y descubrir que podemos elegir respuestas nuevas, más conscientes y más amables con nosotros mismos.
Cuando lo que llevamos dentro es visto con respeto y sin juicio, ese dolor que un día nos protegió puede convertirse en el inicio de una vida más libre, más presente y más nuestra.
La autora es psicóloga clínica y de la salud.

