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Una nueva Constitución, sí. Pero ¿qué?

En Panamá se vuelve a discutir la necesidad de una nueva Constitución. Y aunque no es un debate nuevo, sí es necesario. Cambiar la Constitución es una decisión que tendrá profundas consecuencias si queremos perfeccionar el Estado. Por eso debe hacerse con responsabilidad, pensando en el país que queremos construir para los años venideros y en dejar un buen legado.

Nadie duda de que Panamá requiere un rediseño profundo de su sistema institucional. Llevamos décadas viendo cómo el clientelismo, la corrupción y el mercantilismo han capturado las instituciones públicas y han despojado a la población de justicia, oportunidades y bienestar. Pero lo que hay que cambiar importa tanto como el por qué hay que hacerlo.

Afortunadamente, no hay que reinventar la rueda. Muchos países han logrado construir democracias funcionales y Estados eficaces. Se trata de adoptar las herramientas que han demostrado funcionar en la práctica, sin deformarlas para acomodarlas a intereses particulares.

El verdadero desafío no está en cambiar el carácter moral de aquellos que ostentan el poder, sino en cambiar la noción generalizada que afirma que el problema está en ello (por ejemplo, se dice que escogemos mal). La lucha está en el contenido del nuevo texto. El país necesita romper con los incentivos que han convertido al Estado en un botín, y eso se logra con un rediseño institucional serio, que establezca controles eficaces y mecanismos que impidan que el poder se concentre o se abuse de él.

No podemos conformarnos con cambiar palabras en el papel o multiplicar las promesas. Muchos textos constitucionales proclaman derechos que en la práctica no se cumplen. Se promete salud, educación y vivienda, pero sin medios reales para garantizarlos. El resultado son servicios deficientes, falta de oportunidades y frustración.

Por eso es importante distinguir entre los derechos que una Constitución puede garantizar, como el derecho a un juicio justo, la libertad de expresión o la propiedad privada, y aquellos que dependen de políticas públicas y del bolsillo común. Las necesidades sociales son infinitas, pero los recursos no lo son. No podemos seguir llenando el texto constitucional de promesas vacías.

Lo verdaderamente importante en una Constitución es cómo se distribuye, limita y controla el poder. Los países que progresaron no lo hicieron porque sus líderes se volvieron virtuosos, sino porque sus instituciones funcionan incluso cuando los líderes no lo son. Como dijo James Madison: “si los hombres fueran ángeles, ningún gobierno sería necesario”.

Una buena Constitución debe desmontar el hiperpresidencialismo que hoy todo lo controla. No podemos seguir con un presidente que nombra, controla las arcas y domina a casi todos los funcionarios, estamentos y órganos del Estado. Se requiere una verdadera separación de poderes, una justicia independiente, una contraloría técnica y un sistema de personal despolitizado.

Hoy, que estamos en un período de alfabetización constitucional, es el momento de preguntarnos qué tipo de constitución necesitamos realmente. No podemos dejarnos engañar con cantos de sirena que nos prometen lo imposible, mientras se omiten los cambios estructurales que sí pueden transformar al país.

Necesitamos claridad para no caer en fórmulas populistas ni en promesas vacías. El problema de fondo no es cultural, como quieren hacernos creer con el cuento del “juega vivo”, sino institucional. La corrupción no es parte de nuestra identidad; es el resultado de un sistema diseñado para facilitar el lucro del poder.

Cambiar la Constitución es una decisión trascendental. Si lo vamos a hacer, hagámoslo bien: sin trampas y con la convicción de que no basta con cambiar el texto, sino que hay que rediseñar las cadenas de poder.

La autora es arquitecta.


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