La semana pasada escribí sobre esa delgada línea entre el oportunismo y la oportunidad. Sobre cómo, en tiempos de crisis, hay quienes se quedan esperando que pase la tormenta y hay quienes se animan a avanzar, no por imprudencia, sino porque entienden el momento. Hoy quiero seguir ese hilo, porque hay un elemento clave que separa a los que lideran de los que solo observan: la velocidad.
No me refiero a correr sin sentido ni a actuar por impulso. Me refiero a la capacidad de leer el contexto, tomar una decisión y moverse. A no quedarse atrapado en el análisis infinito ni en la excusa del “cuando todo esté más claro”. Esa claridad muchas veces no llega. Y mientras uno espera, otro ya está haciendo.
Lo viví de cerca hace unos años, en una organización pequeña, pero con equipos ágiles. En medio de una crisis política que paralizó a muchos, ellos reorganizaron toda su operación en una semana y se fijaron un plan de internacionalización que tomaría más tiempo en ejecutarse. No tenían más recursos ni más certezas que los demás. Lo que tenían era confianza interna para tomar decisiones rápidas, probar y corregir sobre la marcha. No todo les salió perfecto, pero salieron adelante. Con el paso del tiempo, movieron su operación al exterior y su país base dejó de ser la matriz para convertirse en una subsidiaria más del grupo, ahora multinacional. Y el equipo salió más unido.
Eso me quedó grabado. Porque entendí que moverse rápido, cuando todo tiembla, no es solo una estrategia. Es un mensaje. Es decirle al equipo: no sabemos todo, pero no nos vamos a quedar quietos. Y ese tipo de actitud genera más seguridad que cualquier PowerPoint con datos.
El miedo tiende a frenar. Y lo entiendo. Cuando hay incertidumbre, el instinto es pisar el freno, protegerse, esperar a que pase. Pero hay momentos en que quedarse quieto también es una apuesta. Una peligrosa. Porque mientras uno se paraliza, otro se adapta. Y eso cambia todo.
Supimos de casos en los que, por ejemplo, una tienda de barrio, en plena pandemia, se vio obligada a cerrar por restricciones. En lugar de resignarse, el dueño agarró su celular, hizo una lista de difusión en WhatsApp y empezó a vender desde ahí. No contrató un CRM ni diseñó una estrategia digital. Solo actuó. Y ese gesto sencillo, rápido, le salvó el negocio y le dio una relación mucho más cercana con sus clientes.
Ese es el punto. No se trata de tener grandes recursos o planes sofisticados. Se trata de entender que, cuando todo se mueve, uno también tiene que moverse. A veces, incluso antes de estar 100% listo.
Pero claro, para moverse así se necesita algo más que voluntad. Se necesita una cultura que lo permita. Equipos que no tengan miedo de equivocarse, líderes que escuchen, estructuras que no ahoguen con burocracia. Porque si todo tiene que escalarse, validarse y pasar por tres comités antes de actuar, la oportunidad ya se fue.
La agilidad no se improvisa. Se entrena. Y no me refiero a metodologías o manuales, sino a algo más básico: confianza. En el equipo, en el criterio compartido, en la capacidad de adaptarse. Esa confianza es lo que permite tomar decisiones rápidas sin que se sientan como un salto al vacío.
En el artículo anterior decía que las crisis, bien leídas, pueden ser plataformas. Hoy lo complemento: esas plataformas sirven si alguien se anima a subirse. Y eso requiere movimiento. Acción. Velocidad.
No hay liderazgo en la espera eterna. No hay transformación en la pasividad. Por eso, cuando todo está nublado, avanzar no es solo una decisión operativa. Es una forma de liderar. De generar confianza. De marcar el paso, incluso sin tener todo resuelto. Porque a veces, lo más valiente que se puede hacer en medio del caos es tomar una decisión y moverse. No porque sea seguro, sino porque es necesario.
El autor es Country Managing Partner – EY.
