Hace dos años andaba visitando la comarca Ngäbe Buglé, región indígena incrustada en las provincias de Bocas del Toro y Chiriquí, cuando me enteré de que un niño ngäbe había sido mordido por una serpiente venenosa. Los padres y vecinos del impúber llegaron al centro de salud de Kankintú, pero no había antídoto contra el veneno del ofidio, por lo que el niño falleció.
Existen otros venenos que liquidan, al igual que el de las serpientes, el futuro y la convivencia pacífica de los pueblos. La falta de justicia lleva a una nación al despeñadero social. En nuestro país tenemos un poder judicial que es un alambique de tóxico, que diariamente nos salpica de impunidad e injusticias con sus fallos aberrantes, divorciados de la Constitución y la ley. En materia penal tenemos que más del 67% de los detenidos en las cárceles son “presos sin condenas”, en franca violación a los principios constitucionales de la “presunción de inocencia” y “el debido proceso legal” (Arts. 22 y 32 de la CN). Por consiguiente, estas industriales y masivas detenciones preventivas devienen en “penas anticipadas”.
De manera concomitante a esta triste realidad, los jueces y magistrados siguen exhibiendo una suprema indiferencia y haciendo de los expedientes una almohada, y acostándose en ellas. En pocas palabras, la “mora judicial” es una sobrerradiación negativa y tóxica que causa la “muerte colectiva”, pues las partes fallecen en la secuela de los procesos judiciales, sin que jamás lleguen a ver satisfecha su sed de justicia; incluso, también fallecen los jueces y magistrados sin haber cumplido con su deber legal de impartir justicia.
Por otro lado, el jefe de la cúpula judicial sigue prestando oídos sordos a la implementación de la Ley 53 de 2015, mediante la cual se instituyó la Carrera Judicial, por lo que jueces y magistrados inferiores están a su merced. Esta omisión cuasi-dolosa le permitió al magistrado José Ayú Prado nombrar a más de 700 funcionarios judiciales “de a dedo” en el sistema penal acusatorio (SPA), entre ellos, jueces de garantías, jueces de juicio oral, jueces de cumplimiento y magistrados del tribunal de apelaciones. Con estos nombramientos dedocráticos y caprichosos, Ayú Prado se convirtió en el funcionario que más jueces y magistrados ha nombrado en la historia republicana.
La impunidad de los poderosos sindicados en los casos de gran corrupción siguen pavoneándose con fallos absurdos dictados por un grupo de magistrados genuflexos. La justicia panameña es notoriamente discriminatoria, rápida y generosa para los poderosos, lenta y rigurosa para los hijos de la cocinera. El poder judicial está podrido y debe ser barrido. Parecen premonitorias las palabras de la exmagistrada Graciela Dixon cuando dijo que la Corte Suprema de Justicia (CSJ) era una especie de “mercado fenicio donde se compraban y vendían sentencias”. Con cada fallo de la CSJ el país retrocede en materia de justicia, derecho y democracia.
El sistema democrático de separación de los poderes públicos no funciona; está estrangulado. Los frenos y contrapesos de los que habló Montesquieu en su obra El Espíritu de la Leyes, están liquidados por el “pacto de no agresión” evidente entre el Órgano Judicial y la Asamblea Nacional. Los diputados no investigan a los magistrados de la CSJ y estos sepultan las denuncias contra los otros “por falta de prueba idónea”, aunque ello sea totalmente falso. El Ejecutivo controla y manipula a los otros poderes públicos. Nada de trascendencia se hace si no tiene el beneplácito del inquilino del Palacio de las Garzas.
Este envenenamiento de la vida nacional ha hecho irrespirable la atmósfera de los istmeños. Con tanta ignominia e injusticias que destilan los poderes públicos, ningún panameño puede dormir tranquilo. El poder judicial ha derramado mucho veneno en la nación, y la clase política tradicional es incapaz de remover el sabor amargo que hay en el organismo del panameño. Todo este tóxico se origina en la Constitución Política heredada de la dictadura militar, y retocada por los gobiernos posteriores a la invasión estadounidense de 1989. El único antídoto con que contamos los ciudadanos para acabar con este alambique de veneno institucional es darnos una Asamblea Nacional Constituyente, con un nuevo parto constitucional que acabe con el tráfico de influencias, la corruptela y los chocantes privilegios de los gobernantes. No debemos olvidar nunca que Jesús, en su Sermón del Monte, entre otras palabras de esperanza les dijo a sus discípulos lo siguiente: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados” (Mateo 5:6).
El autor es abogado
