Hemos escuchado muchas veces que “lo único que tenemos seguro al momento de nacer, es que algún día moriremos”. No hay que ser un genio para entender que esta frase es absolutamente cierta.
Por eso, el tema de la muerte debe considerarse tan natural como la vida misma y debería abordarse sin las dificultades con que nuestras sociedades se enfrentan al momento de poner sobre la mesa esa transición entre la vida y “el más allá”.
Hay quienes simplemente evitan discutirlo, “porque esos temas no le gustan”, o que optan por refugiarse en sus creencias religiosas, éticas o místicas, considerando que hay seres o fuerzas superiores que serán las encargadas de decidir cuándo emprenderemos el camino por el túnel de luz hacia el infinito o más allá…
Al entrar en este terreno, tenemos que dejar claro que cada quien tiene absoluto derecho a sus creencias o no creencias, a su fe religiosa, a sus convicciones morales y a sus dudas existenciales, y que todos debemos respetarle a los demás ese derecho. Tanto hay que respetar a quien considera que al morir irá a una dimensión celestial donde se encontrará nuevamente con sus familiares y amigos fallecidos (siempre y cuando hayan seguido la misma ruta hacia arriba o hacia abajo), como a quienes consideren que después de morir no hay nada y que de nosotros solo quedarán los recuerdos que mantengan quienes sigan vivos. Como no hay forma de demostrar objetivamente ninguna de las dos opciones, ambas merecen respeto.
Pero la idea de este artículo no es ponerme lúgubre. Simplemente he pensado bastante en este tema de la vida y la muerte, después de que mi padre falleciera hace tres meses y por la reciente muerte del escritor e intelectual Carlos Alberto Montaner.
Hace dos semanas, se publicó la noticia del fallecimiento de Montaner en Madrid a los 80 años de edad. Aunque no se dieron detalles en ese momento, me llamó la atención que la familia le agradecía a la Fundación Derecho a Morir Dignamente y a los médicos de la sanidad pública española. Cuatro días después, se publicó en el medio digital 14yMedio.com, un artículo de opinión del mismo Montaner titulado “Cuando usted lea este artículo, yo estaré muerto”. En él, contaba su decisión de acogerse a su derecho a la eutanasia y a la muerte asistida, legal en España desde 2021.
Obviamente, una decisión como esa no se basa de ninguna manera en un capricho, sino en el sufrimiento que le producía una severa variedad de Parkinsonismo llamada parálisis supranuclear progresiva, que le impedían escribir, leer y comunicarse adecuadamente, al punto que había dejado de disfrutar lo que fue su vida durante casi 50 años. Llegado a ese punto, decidió trasladarse a España, donde pasó todos los filtros hasta recibir la asistencia para “morir dignamente” acorde a sus deseos.
Obviamente, un tema como la legalización de la eutanasia y del suicidio asistido lleva décadas generando gran cantidad de discusiones bioéticas, morales y religiosas, especialmente entre la comunidad médica y sanitaria.
En general, los defensores de estas medidas se enfocan en la autonomía de la persona y al derecho que debe asistir a cada quien para decidir cuándo y cómo morir, cuando están afectados por condiciones que los obligan a vivir con sufrimientos insoportables. Por otro lado, los detractores suelen enfocar sus opiniones en la violación del principio de “no hacer daño” que rige la práctica médica y en la posibilidad de verlo como una “solución fácil” a situaciones médicas complejas.
Sin ánimo de hacer un juicio de valor, porque creo cada quien tiene derecho a su percepción sobre este asunto, puedo decir como médico que he visto a personas morir de mucha formas. Desde la muerte súbita de individuos supuestamente sanos, que toma por sorpresa a todo el mundo, hasta muertes terribles, después de grandes sufrimientos, que no solo afectan al enfermo, sino a todo su entorno social y familiar. Aunque tradicionalmente se piensa en sufrimiento como “dolor”, créanme que “sufrir” tiene muchas variables.
Desde estar postrado en una cama sin capacidad de comunicarse o interactuar normalmente con el medio, hasta agitación, dificultad para respirar o pérdida consciente de capacidades mentales. Y lo que para algunos es tolerable, para otros puede ser un sufrimiento insoportable.
Ante estas experiencias vividas con los pacientes, no es raro que los médicos tiendan a preferir para ellos los cuidados paliativos ante enfermedades severas y potencialmente terminales, que ser sometidos a tratamientos prolongados, que asociados a síntomas y efectos secundarios, aumentan la cantidad de vida, a expensas de la calidad de vida.
Por todo esto, es muy importante que abordemos esos temas antes de llegar a ese momento. Una persona que ha declarado por escrito sus deseos, en caso de llegar a una situación médica terminal en que no pueda manifestar expresamente sus deseos, permitirá a los médicos tomar decisiones acordes a los valores y principios de quien está en la cama de hospital.
En estos tiempos de grandes avances médicos, es muy fácil caer en el “ensañamiento terapéutico”, donde el esfuerzo para mantener vivo al paciente puede llevar a excedernos en los tratamientos, a expensas de la dignidad y bienestar del paciente y su entorno.
Otro aspecto muy importante de los documentos de voluntades anticipadas es que la persona debe hacerlos del conocimiento de la familia y de quienes pudieran participar en la toma de decisiones en caso de una enfermedad terminal. Así se evitan malentendidos.
Lo que se busca con esto es respetar al máximo los deseos y decisiones del enfermo porque, como bien dijera Ramón Sampedro, un español que luchó por mucho tiempo para que se le permitiera morir dignamente después de quedar tetrapléjico: “Vivir es un derecho, no una obligación…”
El autor es médico cardiólogo

