El diputado Betserai Richard anunció el pasado lunes 2 de junio su desvinculación de la coalición Vamos. Renglón seguido, hizo lo propio el diputado Manuel Cheng. Muy al margen de las eventuales razones que ambos argumentaron —vinculadas, según ellos, a la defensa de su supuesta independencia de criterio—, lo cierto es que ninguno de los dos ha dado muestras fehacientes, en estos primeros 11 meses de trabajo parlamentario, de ser —o al menos parecer— verdaderos independientes.
A manera de ejemplo, recordemos el nunca bien justificado almuerzo de Richard en El Bramadero, así como la curiosa abstención de Cheng durante la votación por la polémica Ley de Amnistía en favor de Martinelli. Ambas acciones corroboran la ambigüedad de sus posturas.
Lo paradójico del asunto es que no son los únicos diputados “independientes” de quienes se esperaba que, a partir de esta nueva gestión, marcaran una diferencia con respecto a la desafortunada tónica habitual de ambivalencia en la Asamblea, una institución corroída por la corrupción y por una crisis permanente de argumentación y contenido.
Cuando no es que los diputados de Vamos u Otro Camino pretenden parecer más puros que un habano cubano —como el caso del diputado Ernesto Cedeño—, se desvían por la tangente bajo la consigna de una “nueva forma de hacer política”, como la diputada Grace Hernández, quien intentó justificar su empeño en ponerle trabas a la investigación de la Contraloría sobre las famosas “botellas” en la Asamblea. Como si los padrinos de estas prácticas no supieran hacer lo mismo por cuenta propia.
Y qué decir de los insultos y escenas deplorables escenificadas en los predios del Palacio Justo Arosemena, más propias de un patio lodoso que de un recinto parlamentario. Incluida la insólita y burda escena de la diputada Walkiria Chandler, regalando ropa interior femenina desde la curul.
Por suerte —o por desgracia— para esta camada de jóvenes y entusiastas aprendices de las viejas y abominables mañas del clientelismo y el oportunismo, la disputa por el primer lugar en cuanto a desilusión, bochorno, cálculo, bravuconería y cepillería aún la lideran, con varios cuerpos de ventaja, los diputados “Bolota” y Camacho. Por supuesto, seguidos de cerca por muchos colegas más experimentados, quienes, curtidos por años de reelección, examinan con calma el terreno, esperando el momento propicio para una arremetida final que nos sorprenda a todos.
Por cierto —y aunque parezca broma de mal gusto o chiste cruel—, al menos en este período legislativo, ha resultado sorprendente ver como uno de los diputados más comedidos, mesurados, e incluso con cierto aire de dignidad parlamentaria, ha sido el usualmente irreverente, burlesco, oportunista, altanero y bocón Sergio Gálvez.
Volviendo al tema de la salida de Richard y Cheng de Vamos: el transfuguismo —que es el nombre correcto de esta práctica— no es nuevo en nuestra historia política. Se remonta a los inicios de la República, cuando bajo la presidencia de Manuel Amador Guerrero, varios diputados liberales pasaron a las filas conservadoras, otorgándole al mandatario la mayoría necesaria para controlar la Asamblea.
Ejemplos similares se vieron durante la accidentada gestión del doctor Arnulfo Arias. En 1991, tras la ruptura entre Guillermo Endara y el Partido Demócrata Cristiano, surgió el grupo de los “Chocolates”, diputados que, a cambio de respaldo político, recibieron la presidencia de varias comisiones legislativas. También hubo diputados rebeldes conocidos como “los Ninjas”.
Durante las elecciones de 1999, cuando Mireya Moscoso ganó la Presidencia, un grupo de diputados panameñistas —los “Saltamontes”— abandonó el Partido Arnulfista para apoyar a Alberto Vallarino. En 2009, con Ricardo Martinelli, llegamos a la “tapa del coco” en cuanto a alquiler y compra de diputados. El transfuguismo se consolidó como práctica habitual, y en el gobierno de Juan Carlos Varela, aunque con algo más de rubor, se disfrazó bajo el eufemismo de “pacto de gobernabilidad”.
Todo este recuento nos lleva a concluir que el transfuguismo político en Panamá no solo no ha desaparecido, sino que parece renacer con más bríos en nuestra política contemporánea. Los casos recientes de Richard y Cheng son una prueba de ello. Cuesta imaginar que esta práctica camaleónica y oportunista deje de ser, algún día, la muestra más clara de la ausencia de verdaderos principios ideológicos y éticos —tanto en los políticos como en los partidos—, llámense como se llamen.
El autor es escritor y pintor.

