Dicen que diciembre es el mes del amor, la unión, la esperanza y los abrazos sinceros. “Dicen”. Porque hay un pequeño —aunque creciente— grupo de personas que, al escuchar la palabra “Navidad”, no sienten paz interior, sino una leve taquicardia acompañada del deseo profundo y nada cristiano de que todo termine rápido y sin daños colaterales. Y debo confesar que soy una de ellas. De pequeña, la noche de Navidad era la más esperada del año; la ansiedad y la curiosidad por los regalos invadían la casa…
Sin embargo, ahora, a mis 50 años, definitivamente, el espíritu navideño es escaso, por no decir nulo.
Mientras el mundo se llena de luces, villancicos y mensajes inspiradores en redes sociales, muchos activamos el modo supervivencia. No porque odiemos la felicidad ajena —bueno, tal vez un poco—, sino porque diciembre exige una energía emocional que no siempre está en el presupuesto anual. Hay que estar alegre porque toca, compartir porque es la fecha, perdonar porque Jesús, y sonreír aunque estés cansado, triste o simplemente harto.
La Navidad tiene una narrativa muy clara: debes estar bien. Muy bien. Extraordinariamente bien. Si no lo estás, algo anda mal contigo, no con el año que te pasó por encima como un camión sin frenos. En estas fechas no hay espacio para matices: o eres un ser luminoso lleno de espíritu navideño o eres “amargado”. No existe el término medio de “persona funcional, emocionalmente agotada”.
Y qué decir de las reuniones familiares. Ese evento anual donde ves parientes que no has visto en meses —a veces por razones perfectamente válidas— y donde inevitablemente alguien pregunta: “¿Y tú, cómo estás?”.
Pregunta trampa. Porque no quieren la verdad. Quieren una respuesta breve, positiva y decorada con escarcha. Nadie está preparado para un “estoy sobreviviendo, gracias”.
También está la presión del regalo. Darlo, recibirlo, fingir emoción al abrirlo. Ese momento incómodo en el que te entregan algo que no necesitas, no pediste y no usarás, pero que debes agradecer como si fuera el objeto que cambiará tu vida. Sonríes, abrazas y piensas: faltan diez días para que esto acabe.
Se escuchan frases como “la Navidad es para compartir” o “es tiempo de reflexión”, mientras tú solo reflexionas sobre lo maravilloso que será enero: sin luces intermitentes, sin canciones repetidas, sin la obligación social de sentirte pleno. Enero, ese mes honesto, sin adornos, que no promete felicidad, pero tampoco la exige.
No es que no creamos en la Navidad. Creemos. Creemos que debería ser opcional. Que el espíritu navideño no debería imponerse como un decreto emocional. Que uno puede querer paz… en silencio. Que también es válido celebrar sobreviviendo, descansando o simplemente esperando que el calendario avance.
En las oficinas, los interminables villancicos, los constantes “feliz Navidad”, todos con gorros, diademas y mil adornos navideños realmente te hacen dudar de la salud mental de más de uno.
Así que, si este diciembre te descubres mirando el reloj, contando los días y deseando que todo pase rápido, no estás solo. Somos varios. Personas decentes, funcionales, cansadas, que no odian la Navidad… solo desean profundamente que termine pronto.
Y cuando finalmente acabe, brindaremos —con café, vino o resignación— por haber llegado vivos a enero. Eso también es un milagro navideño.
La autora es abogada.

