‘Y el que les cause daño… que se hunda’

“Mas cualquiera que haga tropezar a uno de estos pequeños que creen en mí, mejor le sería que le colgasen al cuello una piedra de molino, y que lo hundiesen en lo profundo del mar”.

Esa advertencia ardiente de Jesús (Mateo 18:6) no era metáfora. Era sentencia. Era fuego moral. Hoy, esa palabra resuena entre los cascotes de Gaza, entre las cunas vacías de Jenín y las pupilas asustadas de Ucrania.

No hay tribunal que mida la sangre de un niño, pero hay juicio en el alma de la humanidad. Y estamos fallando.

Porque los niños mueren. Se apagan. Y el mundo no despierta. En Gaza, el Fondo de Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) ha documentado más de 17,000 niños muertos desde octubre de 2023. Son 28 críos por día: una clase entera que desaparece cada amanecer. Y no estamos hablando de números.

Estamos hablando de niños que escribieron en sus cuadernos la palabra “mamá” y no pudieron terminar la frase. De pequeños que abrazaron un peluche antes del último estruendo. De niñas con trenzas que aún guardan migas de pan en los bolsillos porque aprendieron que el hambre no espera.

Algunos informes elevan la cifra total por encima de 18,500 víctimas infantiles dentro de los más de 60,000 muertos hasta julio de 2025. Y no es solo Gaza. En Cisjordania, los campos de refugiados de Jenín, Balata y Hebrón han visto morir a más de 224 menores desde enero de 2023. En Jerusalén Este, las muertes infantiles han aumentado un 200% este año. En Ucrania, más de 500 menores han muerto desde el inicio de la invasión rusa. En Congo, Yemen, Siria, Myanmar… niños mueren sin titulares. Mueren con el nombre callado, sin que nadie lo escriba.

La desnutrición mata igual. En Gaza, más del 96% de los hogares reportan hambre. Más de 320,000 niños menores de cinco años están en riesgo de desnutrición aguda. Son cuerpos que se afinan hasta parecer alas quebradas. Desde julio, al menos 63 murieron por inanición en una sola semana. Niños que se durmieron llorando sin pan. Niños que no pesaban lo suficiente para que un médico los atendiera. Niños que miraron al cielo esperando un dron de ayuda… y encontraron metralla.

Y los que no mueren, desaparecen. Cada año, más de 7 millones de niños se pierden entre guerras, trata, tráfico de órganos, explotación sexual, migraciones y conflictos armados. Cada hora, cientos desaparecen. Niños usados como escudos humanos, niños raptados para trabajo forzado, niños reclutados con armas más grandes que sus cuerpos. Son menores sin documento, sin cámara, sin testigo. El silencio que los rodea es más violento que el arma que los hiere.

Hace 80 años, en Auschwitz-Birkenau, más de 232,000 niños fueron exterminados. Pequeños con estrellas amarillas cosidas al pecho. Uno de ellos escribió: “He vivido en el gueto de Terezín, mi casa era una estrella amarilla”. Esa estrella se apagó, como tantas hoy. Pero al recordarla, arde de nuevo. Porque el olvido es otra forma de asesinato. Y tú, al leer esto, ya no puedes decir que no sabías.

¿Qué hacer con tanto espanto? Lo primero: mirar de frente. No permitir que los noticieros lo conviertan en fondo. Nombrar a los niños. Exigir corredores humanitarios reales. Pedir que los alimentos lleguen, que los hospitales se abran, que las escuelas no sean ruinas.Hay que reconstruir la vida donde el mundo solo ha dejado metralla. Hay que defender a los niños como si fueran nuestros. Porque lo son.

Cada niño que ha muerto merece una tumba con su nombre. Pero más aún: merece una promesa. La promesa de que no será olvidado. De que no lo permitiremos otra vez. La promesa de que no dejaremos que los asesinos se vistan de diplomáticos o de gobiernos, ni que los responsables se amparen en banderas.

No hay patria que justifique una pierna arrancada. No hay fe que valide un vientre vacío. No hay seguridad que explique un disparo en la frente de un niño que dormía.

Este artículo no es un editorial. Es una oración. Es un funeral abierto donde las palabras se visten de duelo. Pero también es un llamado a defender la ternura como derecho humano.

Porque si no protegemos a los niños, la humanidad no merece ese nombre. Y si alguien aún cree que esto es exageración, que escuche lo que han dicho las voces más antiguas del espíritu:

Jesús, en el Evangelio: “Más le valdría atarse una piedra de molino al cuello y arrojarse al fondo del mar…” (Mateo 18:6)

Dios, en el libro del Éxodo: “No afligirás a ninguna viuda ni huérfano. Si tú los llegas a afligir, y ellos claman a mí, ciertamente oiré yo su clamor; y mi furor se encenderá, y os mataré a espada…” (Éxodo 22:22–24)

El Mahabharata, en la voz del hinduismo: “El que causa sufrimiento al inocente, en especial a un niño, renacerá cien veces entre los atormentados.” (Shanti Parva)

Todas las tradiciones coinciden en una sentencia inapelable: quien daña a un niño no solo comete un crimen, viola el orden sagrado del universo.

Los niños no son bajas colaterales. Son el pulso de lo que aún nos justifica como especie. Y el día que dejemos de protegerlos, será justo que la historia nos borre.

Pero la humanidad también lleva en su esencia la extraordinaria capacidad de sanar, resistir y transformar la realidad más dolorosa en fuerza renovadora.

Podemos reconstruir lo que hoy está roto, podemos devolver ternura donde ahora solo hay ruinas, siempre que cada uno levante la voz con coraje y decisión.

No basta con mirar desde lejos: debemos actuar desde el amor, especialmente desde el amor a los niños, que es la única forma verdadera de proteger el futuro. No callemos, no esperemos, no dudemos: amar a los niños es sanar el mundo.

La autora es psicóloga y educadora.


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