El océano, vasto y poderoso, constituye el corazón mismo de nuestro planeta, cubriendo el 71% de su superficie. Es el hogar del 80% de toda la vida en la Tierra y un generador esencial del oxígeno que respiramos. Sin embargo, este gigante azul, que une continentes y alberga una biodiversidad sin igual, está siendo asfixiado por una amenaza silenciosa pero devastadora: la contaminación terrestre, causante del 80% de la contaminación marina a nivel global.
A pesar de ser el hogar de una riqueza incomparable, el océano enfrenta una crisis sin precedentes. La pesca descontrolada, el cambio climático y la contaminación marina, proveniente principalmente de nuestras actividades en tierra firme, están poniendo en peligro su salud y estabilidad.
La Convención de las Naciones Unidas sobre el Derecho del Mar (CONVEMAR) es el único tratado que establece obligaciones generales para prevenir la contaminación terrestre a nivel global. No obstante, la regulación a nivel global sigue siendo insuficiente debido a las enormes disparidades económicas, tecnológicas y geográficas. Establecer normas uniformes y detalladas a nivel mundial para controlar la contaminación terrestre parece una tarea desalentadora, si no imposible. Las fuentes terrestres de contaminación marina presentan desafíos complejos a gran escala que ningún enfoque regulatorio general puede abordar completamente. Regular la contaminación terrestre es más complicado que otras formas de contaminación, ya que implica una amplia gama de sustancias y requiere medidas específicas para prevenir el daño ambiental.
La contaminación terrestre, introduce una letal mezcla de desechos, aguas residuales y productos químicos en los océanos. Este cóctel tóxico desencadena la eutrofización, un proceso por el cual los cuerpos de agua reciben un exceso de nutrientes, como el fósforo y el nitrógeno. Esto, a su vez, alimenta el crecimiento explosivo de algas, que eventualmente mueren y se descomponen, agotando el oxígeno en el agua y creando las desoladoras “zonas muertas”.
Estas áreas, carentes de oxígeno y vida, se han multiplicado a un ritmo alarmante. Con más de 500 identificadas en los océanos del mundo, representan un símbolo angustiante de la creciente devastación que infligimos a nuestros mares. Además de privar de vida a los ecosistemas marinos, las zonas muertas amenazan las actividades económicas fundamentales para muchas comunidades costeras, como la pesca, el ecoturismo y la maricultura.
La magnitud de este problema es abrumadora: se estima que cada año se liberan alrededor de 120 millones de toneladas de nitrógeno y 10 millones de toneladas de fósforo al medio ambiente, exacerbando aún más la crisis de las zonas muertas. Mientras que en los países desarrollados, la intensa actividad agrícola es la principal culpable, en los países en desarrollo, las aguas residuales sin tratar y la falta de regulación en la industria son los principales impulsores de esta catástrofe.
Para revertir esta tendencia catastrófica, se requiere una acción internacional y coordinada. La cooperación efectiva entre naciones es esencial para abordar esta crisis. Además, debemos repensar nuestras prácticas agrícolas, nuestro consumo y nuestras políticas de gestión de residuos. La conservación de la cobertura vegetal en áreas agrícolas, el tratamiento efectivo de las aguas residuales y la adopción de prácticas agrícolas sostenibles son pasos cruciales hacia la restauración de la salud de nuestros océanos.
La existencia de cientos de zonas muertas en nuestros mares es un grito de alarma que no podemos ignorar. Su protección no solo es una cuestión ambiental, sino una cuestión de supervivencia para nuestra propia especie y para las generaciones futuras. Es hora de actuar con determinación para salvar nuestros océanos antes de que sea demasiado tarde.
La autora es abogada, especialista en derecho ambiental.
