Es un proceso largo, incómodo, por ratos doloroso.
Hay que ponerse la camisa y las enaguas. Hay que sentarse, ponerle color al rostro, hacerse moños. Luego vienen los pinchazos de los tembleques, de las peinetas y el peinetón.
Los cuentos de las abuelas refieren cómo, para aguantar toda la parafernalia de la cabeza, las empolleradas de antaño se untaban caraña hedionda en las sienes y se ponían encima unos parches o “dolores”.
El ritual continúa con las prendas: la chata, el cabestrillo, la bruja abierta, el rosario, la salomónica, la solitaria y la guachapalí.
Los que saben dicen que no hay que llenarse el cuello de cadenas, pero nunca deben ser menos de siete. Finalmente, los zarcillos, la gargantilla o el tapahueso.
Vestirse de pollera toma tiempo y duele, es muy cierto, pero ¡qué satisfacción! Porque los tembleques blancos resplandecen y los pimpollos explotan de color. Porque el pollerón se mueve a su aire y, al sonido del tambor, las babuchas casi que bailan solas.
Porque no hay como la saloma y el grito del hombre vestido con camisilla o con cotona, como el sonido fuerte de las cutarras que zapatean.
El domingo pasado, como cada año, Las Tablas se inundó de polleras de gala, de zarazas y de sombreros de junco y pintados. Mujeres y niñas vistieron con alegría las diferentes versiones del traje típico –pese al dolor y a la incomodidad– y los varones las acompañaron al ritmo de la cumbia, el punto y el tamborito.
Las Tablas fue, con su Desfile de las Mil Polleras, el lugar de encuentro de las tradiciones. Hubo tantas y tantas empolleradas que las calles se quedaron estrechas, porque ahora se juntan mucho más de mil.





