Augusto Monterroso solo habría tenido que bajar unos centímetros en el mapa para descubrir que su famoso dinosaurio, el que estaba ahí cuando despertó, es la desmemoria latinoamericana, esa que logra que el ser humano no sea el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, sino mil.
Si el pequeño, genial, melómano y re-culto escritor guatemalteco hubiera bajado unos centímetros, o si estuviera vivo, podría observar ese país que un día congregó las miradas de un mundo necesitado de buenas noticias.
A ese país -horadado por un inmenso mar interior donde un día nadaron tiburones de agua dulce- soñaron con viajar europeos amantes de revoluciones ajenas, allí fueron muchos latinoamericanos para demostrarse que la utopía era posible, justo allí un puñado de cientos de miles de personas unieron alientos y valentías para derrocar una dinastía tan cruel que solo en un cuento de García Márquez debería haber sido posible.
Con ayuda de un país grande y experto en doble moral, que puso contras, muertos y odio, y con aportes inestimables de la ambición humana más vil, el sueño de ese país de melcocha se desvaneció en 1989.
En realidad, fue antes. Pero fue en esa fecha cuando los comandantes del sueño decidieron robarle al puñado de miles de personas su sueño y todo lo que se pudiera titular a su nombre. Ese robo organizado no solo esquilmó bienes sino que hipotecó la salud mental de aquellas personas.
El líder de esa rapiña –en ese lugar le llamaron "piñata"- se hizo el loco –o quizá lo estaba-, siguió insistiendo en que era el hombre que ellos siempre esperaron, logró convencer a todo el mundo de que él no violó a su hijastra Zoilamérica –la hizo pasar por loca-, y hoy debe estar nervioso viendo a los hijos de aquellas miles de personas ejercer su derecho a la amnesia democrática.
El dinosaurio también se llama Daniel Ortega y mañana, cuando Nicaragua despierte de sus elecciones y de su olvido, puede volver a estar ahí.

