La promesa que el pintor Jaime Molina y el compositor Rafael Escalona se hicieron, una noche de parranda, y que había quedado a medias, ahora podrá concretarse.
El trato era muy simple. Si Escalona moría primero, Molina le haría un retrato, y si por el contrario, Molina moría primero, Escalona le preparaba un son.
Como el pintor murió en 1978, Escalona le compuso: Elegía a Jaime Molina, y ahora, con la muerte de Escalona, es muy probable que su retrato ya esté hecho.
Las cuentas dan. Ya han pasado cinco días del deceso del más grande de los compositores vallenatos de Colombia. A esta hora ya los amigos deben estar juntos compartiendo las crónicas de las noches estrelladas de Valledupar, donde las notas del acordeón resuenan en el aire.
Ya hablarían de sus amores, de versos tristes y de las gotas de lluvia cayendo sobre las aguas del río Guatapurí, en el corazón del Valle.
Y es que Escalona, con su alma de trovero enamorado, aparte de compositor era además un cronista de la cotidianidad. Convirtió episodios en grandes leyendas, y a simples personajes, en protagonistas inmortales de sus cantos. Así nacieron éxitos como: El testamento, La casa en el aire, La patillalera, La honda herida, La Maye, y muchas más.
“Escalona no es un compositor de música popular, es un relator de su época, del paisaje de su región y de sus gentes”, narró el periodista colombiano Álvaro Cepeda Samudio, en su crónica: “Una historia con acordeón”, que forma parte de la recopilación de escritos del libro Antología de grandes crónicas colombianas.
