La historia en todas partes parece ser la misma. Un niño juega cerca de sus padres, algún pariente o alguien que lo cuida. Todo parece normal, las risas, el ruido de la calle, la gente. De pronto, el panorama cambia. Algo ha pasado.
El niño ya no está. Ya no está. Una angustia que no da tregua se desata de repente, un ahogo que nada calma.
El pasado 25 de mayo se celebró, con casi indiferencia, la Jornada internacional por los niños desaparecidos. Casi, porque al menos en la Unión Europea se han tomado medidas para prevenir este flagelo y ayudar a los atribulados padres que lo padecen. No es para menos.
Solo en Francia, el año pasado se presentaron más de 900 denuncias sobre menores desaparecidos, según Radio Francia Internacional, cifra que los expertos consideran baja respecto a la realidad.
Un triste caso en particular ha sensibilizado a los europeos: la misteriosa desaparición de la niña británica Madeleine McCann, la tarde del jueves 3 de mayo de 2007 en un hotel de Praia da Luz, en el Algarve, Portugal, cuando la familia estaba de vacaciones en ese país.
Su búsqueda, en la que han intervenido el propio papa Benedicto XVI y figuras de la farándula y el deporte, como David Beckham, han puesto en primer plano el drama de los niños desaparecidos.
Pero sin ir tan lejos, América Latina se ha convertido en un tenebroso territorio donde, con una pasmosa facilidad, los menores se esfuman sin dejar rastro.
Aunque no hay estadísticas fiables, las desapariciones se cuentan por miles. Solo en México, opinan expertos de ONG, habría más de 30 mil desapariciones de menores al año. Las autoridades de ese país reconocen una cifra mucho menor.
Save the Children Suecia ha contabilizado, con ayuda de las autoridades, 13 mil 405 denuncias de niños desaparecidos en 13 países de la región, desde enero de 2005 hasta mayo de 2009.

