Hoy, 7 de octubre, se cumplen dos años del ataque sorpresa de Hamás, concebido como una masacre y captura de rehenes israelíes. El cálculo era provocar una reacción israelí que uniera al mundo árabe en una sola fuerza militar, pero no ocurrió. Los miles de palestinos muertos no pesaron para que Hamás alterara su estrategia.
Los países árabes sunitas levantaron la voz, pero no sus armas. Solo se unió Irán, la nación chiita persa, junto a sus proxys (Hezbolá en Líbano y Siria, los hutíes en Yemen, y los chiitas de Irak). Todos fueron cayendo poco a poco. Teherán, tras ser golpeado por Israel y Estados Unidos, enfrenta ahora un nuevo cerco internacional.
Ayer lunes 6 de octubre se inició el diálogo en Sharm el-Sheij. Israel envió a sus emisarios del Shin Bet y al asesor de política exterior, Ofir Falk. Por parte de Hamás encabeza la delegación Khalil al-Hayya, quien sobrevivió a un ataque israelí en Doha. Las reuniones tratan sobre el intercambio de rehenes israelíes por prisioneros palestinos y un alto el fuego. Luego vendrá el espinoso tema de las líneas de retirada: Hamás saldría del gobierno de Gaza y las tropas israelíes de la franja.
El presidente Donald Trump aseguró que su plan busca abrir la puerta a una paz más amplia en Medio Oriente. Su instinto político, el buen olfato de asesores y su estrambótico estilo directo consiguieron activar países árabes y redibujar la arquitectura regional, aunque aún hay piezas sueltas.

El pequeño Catar, interlocutor clave, tiene hoy más peso en Washington que el propio Netanyahu. Su papel en el posible desenlace ha sido determinante: ha mediado entre Hamás, Israel y Estados Unidos, y además consiguió protección del Pentágono. Ese protagonismo de doble rol tiene un matiz incómodo: el dinero catarí financió a Hamás y le dio refugio a su dirigencia. Ahora Catar está en el círculo de poder antes reservado a Arabia Saudita o Egipto.
Egipto, que limita con Gaza, no ha perdido de vista a la Hermandad Musulmana para evitar que aproveche el caos y vuelva a movilizar masas como en la Primavera Árabe. El Cairo no puede permitirse seguir perdiendo recursos por una guerra que ha afectado el Canal de Suez, sobre todo por los ataques de las milicias hutíes yemenitas.
En Turquía, el presidente Recep Tayyip Erdogan intentó capitalizar la crisis para proyectarse como un líder musulmán global mediante una retórica inflamatoria. Sus esfuerzos no hicieron eco entre los príncipes petroleros, quienes no olvidan que hace poco los árabes estuvieron bajo el yugo de los decretos sellados con el tughra desde Estambul.
Jordania, durante el primer ataque de Irán contra Israel, destruyó misiles y optó por un papel más circunspecto. El rey sabe que, ante la numerosa población palestina que vive en su reino, un error político podría desestabilizar el trono. La eventual definición de un Estado palestino podría plantear un asunto inquietante: uniría a los palestinos de Cisjordania con los que ya están dentro de territorio jordano a través del valle del Jordán.
Al norte, Hezbolá en Líbano y Siria sufrió un revés. Sus ataques no lograron sostener un frente de guerra y la respuesta israelí debilitó su infraestructura militar. Tras esto, el gobierno libanés vio la oportunidad de enfrentarlo. El enviado de Estados Unidos, Thomas Barrack, ha insistido en su desarme, sin mucho éxito.
En plena turbulencia posterior al ataque de Hamás, en Siria la caída de Bashar al Assad marcó el final de la alianza entre Teherán y Damasco.
El presidente del Consejo Presidencial de Yemen, Rashad Mohammed Al-Alimi, clamó ante la ONU por la formación de una coalición internacional “para restaurar la autoridad del Estado” y enfrentar a los hutíes, como en Gaza. La cruda y prolongada guerra interna yemení no concentra cámaras, narrativas ni pasiones.
En Israel, un eventual fin de la guerra no traerá calma inmediata. Ha enfrentado no solo la guerra en varios frentes, sino también una ofensiva global de embargos, boicots, condenas en la Corte Internacional de Justicia y linchamientos en redes sociales, apenas días después de los ataques del 7 de octubre, cuando aún no articulaba su respuesta al golpe asestado por Hamás. El primer ministro Benjamín Netanyahu deberá enfrentar los procesos judiciales que la guerra relegó a un segundo plano. Tzahal pasará por un autoanálisis sobre el 7 de octubre y la prensa israelí volverá su atención a sus heridas internas.
La Autoridad Palestina se enfrenta al liderazgo envejecido del presidente Mahmoud Abbas, quien se acerca a los 90 años, sin elecciones desde 2005. No ha logrado articular un proyecto político en Cisjordania y no hay un claro sucesor.
En Europa, el desafío más latente no es la presión de Moscú, sino el reacomodo de su identidad. En la posguerra volverán la mirada hacia sus “pequeñas gazas” internas: suburbios tensionados, minorías desatendidas y fisuras crecientes.
En Colombia, el presidente Gustavo Petro rompió la alianza estratégica con la inteligencia israelí. El país enfrenta secuestros de militares, drones y redes ilegales sin ese respaldo técnico de antaño. “La ruptura con Israel nos costó caro”, advirtió el mayor retirado Henry Vargas.
Panamá sostiene el discurso de que la legitimidad no nace de las armas, sino de los acuerdos.
Hubo días en que el conflicto pareció convertirse en un festival global de posicionamientos políticos, cada quien buscando impulsar su narrativa, con conocimiento o no del tema, mientras palestinos e israelíes enterraban y lloraban a sus hijos.
