Cuando Leo Méndez llegó al terraplén, en la calle vendían papas, lechugas, piezas de ferretería, pescado y hasta ropa de segunda.
Nacido en las tranquilas tierras de Cartí, en la comarca Kuna Yala, Méndez se mudó al terraplén en 1976 y empezó a trabajar como carretillero.
Delgado y renuente a las fotografías, Méndez está sin camisa y camina por los pasillos de la vecindad enseñando los destrozos del tiempo, mientras de los cuartitos oscuros salen sonidos de trastos viejos.
Dice Gladys Gerald, su vecina, que el Ministerio de Vivienda ha hecho dos o tres censos para determinar cuántos viven allí, pero hasta ahora nadie les ha dicho si tendrán que salir. Sin embargo, Gerald está segura: “Esto es pa turismo... Pal pobre no va haber nada”.
Nuevos aires
Hay en el terraplén un ambiente a desalojo, pero los buhoneros no se conforman. “Todavía no sabemos si nos quedamos o no”, comenta Gabriel Velásquez, vendedor del área desde hace 18 años.
Hay, del lado de la calle que mira hacia la bahía de Panamá, un alambre de ciclón forrado de verde que impide mirar el mar. Atrás rugen los camiones volquete, mientras van y vienen cargados de piedra para el relleno.
La empresa brasileña Odebrecht está construyendo, a un costo de 52 millones de dólares, la extensión de la cinta costera, que comprende el área desde el Mercado del Marisco hasta el antiguo muelle fiscal.
Se supone que, en unos 14 meses, el terraplén dejará de ser lo que es para convertirse en la nueva entrada del Casco Antiguo.
Pero mientras la construcción avanza, pescadores y boteros se apretujan en el único muelle que queda, los buhoneros se aferran a sus esquinas y los mercados de venta de aves vivas siguen allí, ajenos al ajetreo.
Velásquez, sentado cerca de su quiosco, sigue contando la incertidumbre de su infortunio.
Un joven alto y flaco sale de pronto del pasillo oscuro que forman los quioscos de lata y cartón, se le acerca y lo chotea: “¿Cómo vamos, jefe?”. Abre una mano y le muestra un teléfono celular. “Es nuevo. Cuesta 256”.
Aunque el terraplén –oficialmente, la avenida Pablo Arosemena– no será tocado por los trabajos, el proyecto está alterando la vida de este barrio viejo y multicultural.
Una hermana bethlemita del Asilo de la Infancia, por ejemplo, dice que ya han ido algunos a ofrecerles la compra del vetusto edificio, inaugurado en 1924, pero se han negado.
Tan imparable parece el cambio de este pedazo de ciudad que se duda, incluso, que sobrevivan las más célebres y menos prestigiosas cantinas de la ciudad: La Bocateroña y La Interiorana, que arden bajo los fuertes instintos del mediodía.
Entre copas y ‘tops’
Gonzalo Bayo es el dueño de La Bocatoreña y de La Interiorana, y está en su oficina de dos por dos, al fondo del salón, detrás de dos puertas. En el pasillo que conduce hacia su refugio se lee: “El costo de ocupación es de $10 incluyendo el cuarto y el preservativo”.
Sentado detrás de su escritorio, dice que no sabe nada de desalojos ni de mudanzas. “A mí no me han dicho nada”.
Lo que lamenta Bayo de la extensión de la cinta es que han bloqueado, según él, los canales que permitían salir el agua de lluvia: “Nos taparon. El bar se me inunda”, asegura, enojado.
Con los aguaceros de octubre y noviembre, no fue una ni dos veces que los clientes tuvieron que abandonar sus amores chapaleando.
En el “callejón de la muerte”, sin embargo, la vida transcurre con menos enojos. Enrique Fernández repara un trasmallo y dice que espera la inauguración del nuevo muelle –listo, supuestamente, para finales de 2010– para mudarse allá con todos sus bártulos.
“Eso espero”, dice, mientras sigue en su faena.





