Fundado en 1890 en el sector de Santa Ana 16, el orfanato Malambo comenzó en condiciones precarias. El ambiente insalubre, la polución y la falta de espacios adecuados afectaban la salud de los niños, muchos de los cuales sufrían enfermedades respiratorias. El patio de juegos era apenas una plancha de concreto, frecuentado por personas ajenas que dejaban botellas rotas y, en al menos una ocasión, hirieron a una niña al lanzarle una.
En 1995, el orfanato se trasladó a su actual sede en Arraiján, entonces una zona más tranquila. Sin embargo, el entorno ha cambiado: la tala de árboles y el aumento de la contaminación auditiva han alterado la serenidad del lugar. A ello se suman problemas como la presencia de gallotes, atraídos por una bomba de agua y drenajes cercanos. “La tranquilidad que teníamos ya no existe”, lamenta la hermana encargada.
Con el tiempo, Malambo ha desarrollado un sistema de autogestión agropecuaria para generar ingresos: crianza de cerdos, gallinas, producción de huevos y miel. Pero los costos operativos superan los ingresos generados. “Gastamos más en alimento que lo que obtenemos por las ventas”, afirma la hermana. Las donaciones siguen siendo fundamentales para sostener las operaciones, y es deber del Estado garantizar condiciones dignas para los niños en situación de vulnerabilidad.
En sus inicios, Malambo acogía a más de 100 menores. Hoy alberga a unos 35 niños, desde recién nacidos hasta los 12 años, aunque se hacen excepciones con algunos mayores. La mayoría han llegado tras sufrir maltrato, abuso o abandono. Uno de los casos más difíciles fue el de una niña de 8 años, víctima de violencia sexual, que debió dar a luz por cesárea y permaneció casi dos años en el hogar. “Curar esas heridas es un proceso traumático, tanto para la niña como para quienes la acompañan, pues reviven constantemente el dolor”, relata la hermana.
Historias de esperanza y superación

A pesar de las adversidades, Malambo ha sido escenario de historias inspiradoras. Una niña ngäbe, huérfana, obtuvo una beca para estudiar medicina en Cuba, donde se graduó y regresó a Panamá a ejercer. Otros niños, adoptados por familias extranjeras, han vuelto al orfanato para apoyar la causa. Uno de ellos, adoptado por una pareja francesa, eligió realizar allí su trabajo social como agradecimiento.
Más allá de los informes y cifras, estas historias recuerdan que cada niño atendido tiene un potencial invaluable. La inversión en la infancia no solo transforma vidas, sino que genera un impacto social duradero. Malambo también ha recibido visitas de grupos internacionales —de Italia, Taiwán, Japón y Alemania— que comparten tiempo con los niños y apoyan emocionalmente la labor de la institución.
Un llamado a la comunidad y al Estado
El orfanato enfrenta hoy serias dificultades que amenazan su capacidad de acoger y proteger a los menores. Aunque recibe donaciones de supermercados, algunos alimentos llegan en mal estado, lo que ha ocasionado sanciones. “Nos han enviado enlatados vencidos. Es un riesgo para la salud de los niños”, denuncia la hermana encargada.
La ampliación de la carretera cercana también pone en peligro la capilla del hogar, símbolo de paz y refugio espiritual para los residentes. Las autoridades evalúan demolerla para dar paso a nuevos carriles, lo que significaría la pérdida de un espacio emblemático.
Otro hecho preocupante es que el orfanato ha empezado a recibir niños provenientes de provincias como Chiriquí y Bocas del Toro, a pesar de que existen hogares en esas zonas. Esto plantea preguntas inquietantes: ¿por qué se traslada a estos menores a la capital?, ¿fallan los centros regionales?, ¿se ha erosionado la confianza tras los escándalos de negligencia en la atención infantil?
La sociedad no puede voltear la mirada. No basta con reaccionar ante tragedias virales como el caso de las denuncias sobre la Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia. Es urgente fortalecer, supervisar y respaldar los hogares de acogida, que cumplen una función vital.
Malambo sigue siendo un faro de esperanza para la niñez más vulnerable de Panamá. Pero necesita más que buenas intenciones: requiere políticas públicas efectivas, transparencia institucional y compromiso social real. Ningún niño debe quedar atrás.
La autora es estudiante de Asuntos Internacionales en Florida State University.


