Llegan las primeras españolas
En 1509 Diego de Nicuesa naufraga en la isla Escudo de Veraguas. Sobrevive al desastre y meses después llega a Santa María la Antigua del Darién, donde Balboa lo embarca en una nave en pésimo estado que se pierde en las aguas del Caribe. Le acompañaba su mujer y es la primera referencia documentada de una española que llega a tierra panameña.
Muchas más mujeres, y todas o casi todas de postín, llegaron en 1514 en la gran armada de Pedrarias Dávila, quien trajo a su propia esposa, Isabel de Bobadilla, mujer influyente en la Corte, y a cientos de encopetados aristócratas alucinados por la propaganda de que en Castilla del Oro “el oro con redes se pescaba” y había pepitas del metal “de tamaño de naranjas”. Uno de ellos, Gonzalo Fernández de Oviedo, futuro gran cronista de Indias, traía también a su mujer. Pero todo fue un rotundo fracaso y casi no encontraron oro sino miseria, muerte y decepción. Los indígenas, que habían sido apaciguados por Balboa, se alzaron en armas en rechazo a los atropellos de los recién llegados, destruyeron cosechas y abandonaron los cultivos. El hambre llegó como un azote. Según Las Casas, algunos mendigaban a cambio de su lujosa ropa de damascos, tafetanes y brocados. Muchos murieron de hambre y enfermedades y entre ellos la mujer de Oviedo, que la evoca en su crónica ahogado por la tristeza. Su belleza era deslumbrante y sus cabellos rubios, tan largos que llegaban a los pies.
¿Caretita, Fulvia, Anayansi?
Tal vez ella llegó a conocer a aquella india moza que, según las crónicas se emparejó con Balboa, hija del cacique Careta, que algunos asumen se llamaba Fulvia. E. Castillero Reyes la bautiza “Caretita”, y un exiliado español que enseñó en la Universidad de Panamá de apellido Aguilar la bautizó finalmente como Anayansi. Así lo estampó en los textos que distribuyó entre sus alumnos, y de allí lo tomó Octavio Méndez Pereira para consagrarlo en su novela Núñez de Balboa o El Tesoro del Dabaibe, y así quedó. Pero nadie sabe cómo se llamaba. Lo de Fulvia es un error de interpretación, ya que a quien alude el cronista es a aquella poderosa y vengativa Fulvia Flacca, esposa de Marco Antonio y acérrima enemiga de Cicerón, cuya muerte deseaba. La menciona a colación del aviso que, a espaldas de su propia gente, la hija de Careta le dio a su amado Balboa para librarlo de una mortal emboscada. Tal vez presenció la decapitación de su héroe, al que lloraría desconsolada. Pero nunca más se supo de ella. Aquel fue de los primeros, y sin duda uno de los más conspicuos romances de la historia colonial.
Temprano mestizaje
Pero la colonización siguió su curso y aunque no dejaban de llegar mujeres, su número era escaso en comparación a los varones. No solían llegar solas, sino acompañadas de su padre o hermanos, y casi siempre con la intención de casarlas acá. Pero desde temprano las indias fueron preferidas a las españolas, conocidas por ser “feas, flacas, frías y flojas”. La unión con españolas suponía además someterse a ciertas reglas que no existían con las indias. Y el mestizaje estalló.
En la etapa temprana hubo situaciones aberrantes, como aquel depravado conquistador que sometía a una india en una hamaca mientras obligaba al marido a permanecer debajo, según el relato de un fraile enfurecido. Pero luego la situación se estabilizó y se multiplicaron las parejas con hijos mestizos, sobre todo en Natá. Fundada en 1522 solo con varones españoles, no fue hasta 16 años después, en 1538, cuando llegó la primera mujer española, una tal Catalina Núñez de Zúñiga, y para que se casara con ella fue preciso ofrecerle a cambio una encomienda indígena al vecino Rodrigo Alonso de la Gala. De no ser por la encomienda tal vez no se habría casado, permaneciendo amancebado con su, o sus parejas indígenas. Veinte años más tarde, en 1558, cuando se inició desde Natá la conquista de la vecina Veragua, una mayoría considerable de los natariegos que participaron eran hijos de español e indígena, varios de ellos de entre 30 y más años. Aquello fue solo el comienzo.
Relajamiento de las costumbres y la vida sexual
Ya en el siglo XVII, la capital era un calco social de cualquier otra ciudad de la Península. Compartía sus mismos valores, hábitos y costumbres. La gastronomía, vestuario, sistema de creencias, convenciones y prácticas cotidianas no eran muy distintas a las peninsulares. Cada vez había más matrimonios entre españoles y españolas, y el mestizaje más común era entre español y negra esclava, ya que casi no había indígenas, que en su gran mayoría poblaban el Interior y Darién. Esto último suponía una diferencia fundamental entre Panamá y la metrópoli. Pero no fue lo único. De hecho, cuando se observan algunos comportamientos de la sociedad panameña del periodo colonial, resulta difícil pasar por alto las numerosas demostraciones de tolerancia y relajamiento en las costumbres, sobre todo de la vida sexual, lo que sorprende en una época que la historiografía ha caracterizado precisamente por lo contrario y que en España no eran comunes. Son tantas las pruebas que sorprenden.
En 1626 el obispo Francisco de la Cámara menciona la presencia de un judío, padre de una mulata de vida licenciosa, quien luego de vivir en Panamá “de aquí se fue a vivir en su ley a una de las partes de Italia donde esto se permite”. Era, al parecer un judío practicante, pero no se le siguió causa en Panamá donde, al igual que otros como él, pudo vivir en paz y posiblemente practicando en secreto su Credo. O el caso aún más escandaloso de la monja que en un carnaval sacó en su cabalgadura el presidente Fernández de Velasco. Pero eran inútiles las fulminantes excomuniones de los obispos De la Cámara y Fernando Ramírez por estos y otros escándalos. En las comedias que se representaban en tiempos de Ramírez se hacía escarnio del clero. Las consideraba “representaciones muy indecentes y deshonestas, descompuestas y escandalosas, opuestas a la modestia, buen ejemplo y religión cristiana que deben observar los fieles católicos y en desestimación del estado eclesiástico”.
Abundan las quejas de la Iglesia contra los bailes que, como “el arrumbapalo”, organizaban los negros en las afueras de la ciudad. Eran danzas sensuales acompasadas por tambores, que atraían irresistiblemente a los jóvenes de la élite para alarma de sus familias. Tampoco faltan los episodios que evidencian una actitud contestataria por parte de los mulatos y del pueblo llano en general.
Ni qué decir tiene cuando se trata de costumbres sexuales. La élite panameña era hipócritamente pacata. Era ciertamente muy celosa de las reglas formales heredadas de España que le imprimieron a la cortesía y al trato un énfasis estirado y solemne. Es más, en un deseo por salvar ambigüedades, defender y afianzar su identidad, llevó a mayores extremos de intransigencia y rigidez algunos de sus patrones de conducta. Sin embargo, en contraste con estos rigores formales, la vida sexual parecía carecer de reglas fijas. En todo caso se comportaba sexualmente como si no las hubiera.
El concubinato, las violaciones, o el adulterio, eran moneda corriente en los siglos coloniales. Esto era particularmente notable en el Interior donde no existía ley ni orden y en los campos el incesto era proverbial. En la visita que realizó el obispo Francisco de la Cámara en 1616 encontró solo en el pueblo de Chame “más de cien amancebamientos envejecidos en que hay muchas casadas robadas”. En algunas casas de campo encontró “más de 70 amancebamientos y por ello a estos hatos los llamaban los conventos”. En esos campos había “hombres tan facinerosos como los bandoleros de Cataluña”.
El relajamiento de las costumbres sexuales raya a veces en lo improbable, como aquellas mujeres cuyas esclavas llevaban en grandes bateas sobre sus cabezas para que se encontrasen furtivamente con sus amantes. O el caso de la mulata hija del judío que mencionaba el obispo De la Cámara. Estaba casada con un piloto francés radicado en Panamá que hacía frecuentes viajes por el Pacífico. En sus ausencias era a la vez amante del oidor Manso de Contreras y de su amigo íntimo el licenciado Robles, quedando embarazada de uno de ellos. Usando de su poder, Manso, con ayuda de su amigo, detuvieron al francés cuando regresó de uno de sus viajes, le siguieron proceso por espía y le desterraron del país para quedarse con su mujer.

Clero pecaminoso
Puede presumirse, sin embargo, que debieron causar mayor perturbación social ciertos escándalos protagonizados por el clero, sobre todo cuando se trataba de un prebendado de la catedral. Un caso temprano fue el chantre Francisco Díaz, que era una prenda. Estaba “amancebado con mujer y negras suyas criándole varios hijos”. El oidor Dr. Andrés de Aguirre escribía al rey que Díaz había asesinado “una criatura a coces de una negra que tenía preñada”. El proceso que se le siguió en 1570 reveló que “está públicamente amancebado con una mujer española y con tres o cuatro negras que tienen en su compañía dentro en la torre de la iglesia mayor de esta ciudad”. En su casa “tenía dos de esas negras paridas y con la española tenía varios hijos”. Ese mismo año el obispo hacía referencia a ciertos “frailes apóstatas y sin licencia y viciosos”.
Sin embargo, estos desórdenes del clero catedralicio lejos de ser excepcionales eran un mal endémico. Por uno de esos escándalos el obispo Francisco de Ábrego tuvo que desterrar en 1577 al canónigo Gabriel de Valladolid. Cuando el obispo Bartolomé Martínez realizó la Visita episcopal en 1590, imputó cargos a los prebendados por “vivir con mujeres españolas y mulatas”.
En la Visita diocesana que realizó en 1600 el obispo Antonio Calderón se le hicieron cargos al Dr. Antonio de Sierra, canónigo de la catedral, por llevar armas bajo la sotana, jugar a los naipes, apalear a una esclava, tener tienda pública donde vendía maíz y tasajo, y ser mercader en Los Santos. La más grave acusación fue por estupro. A veces los escándalos comprendían a toda una comunidad religiosa, como sucedió en 1639 en el convento de Santo Domingo, cuyos frailes vivían “escandalosamente inquietando mujeres casadas, robando a los maridos dejándolos pobres y muchas veces metiéndolas de noche disfrazadas en los conventos”.
Los desórdenes sexuales del estado eclesiástico continuaron en el siglo XVIII, cuando aparecen las primeras estadísticas formales sobre el tema. En la Visita diocesana que realizó en 1758 el obispo Luna Victoria y Castro descubrió que de los 153 eclesiásticos que había en el país, 52 tenían concubinas, blancas, negras o mulatas, en total, el 34%. La mayoría eran reincidentes; había ocho con “vestigio expuesto”, y algunos con varios hijos. Uno incluso llevaba el apellido de su progenitor, un prebendado, quien le permitía corretear por la catedral.
Se conservan numerosos expedientes de eclesiásticos enamoradizos cuyas pasiones por las mujeres objeto de sus galanteos parecían irrefrenables. Un caso notable fue el padre Domingo Sánchez Iradi, que en la visita pastoral de 1775 quedó prendado de la santeña Serafina, a la que enamoraba en la hamaca tocando fandangos con su guitarra.
Una sociedad sexualmente incontinente
Pareciera como si el peninsular, una vez tocaba pie en el trópico americano, desenfrenaba todos sus apetitos y pasiones. Las inhibiciones que se le imponían en la Madre Patria, donde la vigilancia era más estricta y la ocasión más bien rara, se desvanecían en el trópico como por encanto, gracias a las tentaciones que ofrecían las indias y las negras, mucho menos sujetas que las peninsulares o las criollas blancas, a las rigideces de la moralidad judeocristiana. Pocos escaparon a estas tentaciones y sobran evidencias de que el relajamiento sexual afectó a todos los sectores, sin distinción de sexo, color o condición. Una explicación plausible descansa en los números.
Debe destacarse que la población de la capital se caracterizaba por una altísima relación de masculinidad, y además con un elevado porcentaje de solteros. Había muchos más hombres blancos que mujeres blancas, de modo que, para el desahogo de su fogosidad sexual, esa masa de varones célibes debía ir en busca de esclavas negras, que eran mucho más numerosas y accesibles, lo que, si por un lado era un ejercicio casi siempre al margen de la ley, por otro fue causa de la temprana y vertiginosa miscegenación característica de Panamá. Así lo observaba el fraile dominico Thomas Gage cuando estuvo en Panamá el año 1637: “Los españoles de esta ciudad son muy dados a pecar, al relajamiento y especialmente al sexo, y hacen de las negras (que son muchas, atractivas y galantes) el principal objeto de su lujuria”.
Todos estos episodios constituyen una vívida representación de la cotidianidad colonial, ya que recogen el espíritu de una época de fervorosa religiosidad y de conductas ambivalentes. Hombres y mujeres podían ser a la vez cristianos fervientes, ir a misa, confesarse y comulgar a diario, pero nada impedía que a la vez llevaran una conducta moral desarreglada, porque siempre quedaba la opción del arrepentimiento, sin mencionar que un generoso donativo a la Iglesia aliviaba su conciencia. Era así como funcionaba el sistema moral. Al escándalo seguía la amenaza del castigo eterno, y a éste la reconciliación y el perdón. Era un mecanismo de contraprestaciones ético-religiosas que todos practicaban a diario con el convencimiento de que era el mejor y, además, lo hacían con la más absoluta sinceridad.


