La vimos en vivo y en directo apenas salimos del aeropuerto de El Alto, una comunidad de La Paz, Bolivia, la ciudad que nos acogería durante varios días. Huayna Potosí, la montaña soñada, estaba frente a nosotros. Nadie nos preparó para ese momento. Nadie nos dijo que desde lejos parece una enorme pirámide blanca rodeada de azules intensos y que es tan alta (6 mil 88 metros) que tiene el poder de aparecer en todos lados. Allí estaba. Nadie nos dijo que era sublime, bella y etérea. Inmensa.
Ese día primer día en La Paz, el grupo de excursionistas conformado por cinco mujeres y tres hombres, que viajó desde Panamá para explorar Bolivia, se enfrentó a su primer reto: evitar el mal de altura. La Paz está a 3 mil 600 metros, un duelo para nuestros cuerpos acostumbrados a la calidez del nivel del mar. Por eso, Ricardo, de Bolivan Routes, nuestro guía boliviano, nos recomendó tomar mucha agua, ingerir electrolitos, descansar y comer bien. El hotel en el que nos hospedamos estaba ubicado en la calle Sagárnaga, vía colonial, comercial y vibrante, donde se consigue de todo: desde restaurantes hasta una mochila de excursionista. Entramos a un minúsculo sitio del área y almorzamos sopas de choclo y ensalada. Un chico, guitarra en mano, nos cantó Lamento Boliviano, de Enanitos Verdes y Estadio Azteca, de Andrés Calamaro. Desde ese momento supe que Bolivia estaría por siempre en mi corazón.
Los trenes fantasmas y el desierto de sal
En la noche viajamos por carretera (ocho horas) hasta el salar de Uyuni, en la región de Potosí, la primera parada de la expedición. La mañana estaba fría y había que calentar los cuerpos. Primero visitamos el cementerio de trenes, un sombrío conjunto de cadáveres de locomotoras que en el pasado transportaron oro, plata y estaño, hasta Antofagasta. Pero el proyecto murió en la década de 1940 con la guerra del Pacífico, cuando Bolivia perdió el acceso al mar.
En dos carros 4x4 avanzamos hacia el desierto de sal esquivando algunas llamas que se atravesaron en la carretera. Llegamos. Nos recibió un inmenso manto blanco. Una extensión de blancura interminable que a primera vista daba la sensación de estar en otra dimensión. Todo es plano, todo es diáfano. El tiempo parecía detenerse. El sol estaba brillante y la brisa helada. Dejamos de ver el horizonte y conocimos lo infinito, lo inalcanzable. El salar tiene 12 mil kilómetros, lo que lo convierte en el más grande del mundo. Es como si no se acabara nunca. Dicen que tiene el tamaño de Puerto Rico. En los días de lluvia se convierte en un gran espejo y entonces sucede la magia: el cielo se encuentra con la tierra.
Caminamos y tomamos fotografías aprovechando la perspectiva del paisaje. Aldi se tomó algunas con una pollera congo, Yoli aparentó flotar en el aire, Meli fingió meditar encima de una botella y yo simulé que me correteaba un dinosaurio. Y así, cada uno jugaba con la profundidad de campo. Almorzamos carne asada y vegetales en medio del lienzo blanco, pasamos por donde se celebró el Rally Dakar y visitamos un hotel de sal. El atardecer fue sorprendente. El cielo y la tierra se fundieron en un concierto de colores: naranja, rojo, amarillo, azul, morado. En un momento creí estar metida en El Grito de Edvar Munch. También lo comparé con una aurora boreal. La aurora del altiplano. Siguió un vino para despedir al sol y brindar por la vida.
El lago y la Isla del Sol
Volvimos a La Paz y nos preparamos para otro destino: el lago Titicaca, en la frontera con Puno, Perú. Después de varias horas de andar por una vía que bordea precipicios, llegamos al estrecho de Tiquina. El carro cruzó en un ferry, nosotros en un barquito. Continuamos por tierra hasta Copacabana, la pequeña ciudad más cercana a dos de los tesoros del lago: las islas del Sol y la Luna, territorios sagrados del imperio Inca. Navegamos por las aguas azules del lago durante hora y media. Patos zambullidores, garzas y gaviotas andinas, le daban vida al entorno. Nuestro destino era la comunidad de Yumani en la Isla del Sol, la más grande del Titicaca.
En una casita enclavada en un cerro y con vista al lago, nos sirvieron un banquete andino: trucha asada, pollo, ispis fritos (pequeño pez del área), varios tipos de papas, maíz, habas, plátano, queso. Misión cumplida. Ahora tendríamos que llegar al hotel y no era tan sencillo. Estaba ubicado justamente en la cima de la isla. Era el último de la zona. Había que caminar unos 4 kilómetros pero todo montaña arriba. En ese punto ya estábamos a casi 4 mil metros de altura. Comenzamos a ascender la famosa escalera inca del pueblo. Imponente, agotadora.

Aldi se quejó. Dijo que si había otros hoteles en la isla, por qué justamente nos hospedaríamos en el que tenía el acceso más difícil. En realidad esta era la primera prueba que Ricardo y Oliver, nuestros guías, nos pusieron para probar nuestro estado físico, pues el resto del viaje sería demandante en la cordillera Real. Arriba, vimos la fuente de la juventud. Quien bebe su agua será joven para siempre, dice la leyenda. El camino se tornaba más empinado y más empinado y los niños de la zona nos regalaban ramas de muña para recuperar el aliento. Probablemente nos veían con cara de derrotados.

Hasta que se acabaron las cuestas y llegamos a la cima del cerro. Apareció ante nosotros un paisaje sobrecogedor. Abajo, las terrazas de cultivo bordeaban la magnificencia del lago. Barquitos blancos posaban inalterables en el agua. Silencio y belleza intemporal. Yoli lo comparó con Santorini. En el hotel nos recibieron con limonada fría. Más tarde subimos a otro cerro cercano (sí, más altura) para observar el atardecer, pero ese día el cielo estaba nublado y el sol se nos escapó. Entonces presenciamos la luna reflejada sobre el lago, instantes inolvidables.
Al día siguiente practicamos kayak en el Titicaca, una tarea complicada para seres acostumbrados a la dinámica de la tierra. Fuimos felices, pero tocaba regresar nuevamente a La Paz para prepararnos para la siguiente misión: un trekking por la cordillera Real, en Los Andes y la posibilidad de ascender a la montaña soñada, Huayna Potosí.

