Palabras pronunciadas por su hijo Carlos Guevara Mann en las exequias llevadas a cabo el martes 28 de noviembre de 2023 en el templo María Auxiliadora en vía Israel, Panamá:
IV
[…] A Aquel sólo me encomiendo / Aquel sólo invoco yo / de verdad, /que, en este mundo viviendo, / el mundo no conoció / su deidad.
V
Este mundo es el camino / para el otro, que es morada / sin pesar; / mas cumple tener buen tino / para andar esta jornada / sin errar.
Partimos cuando nacemos, / andamos mientras vivimos, / y llegamos / al tiempo que fenecemos; /así que, cuando morimos, / descansamos.
Jorge Manrique, Coplas a la muerte de su padre
Las Coplas de Manrique, escritas hacia finales del siglo quince, son consideradas una de las obras supremas de la literatura española. Los versos exaltan la figura del maestre don Rodrigo, el arquetípico caballero medieval, y presentan su marcialidad, valentía, compostura, y fidelidad al catolicismo militante de la Edad Media, como virtudes dignas de enaltecimiento e imitación.
Si el contenido poético llama la atención por su creatividad y perfección rítmica, el modelo que presenta del aguerrido combatiente, sanguinario ajustador de moros no es, francamente, el que más se asocia a la amorosa doctrina de Cristo Jesús que los hombres y mujeres de buena voluntad quisiéramos ver practicarse en los cuatro confines de la tierra.
Tengo, con las Coplas de Manrique, esta discordia: su arte me atrae, pero su sentido literal me mortifica. Aun así, las he leído y releído en los días desde que expiró Papá, buscando en su sentido figurado alguna clave para aproximarme a la vida y a la muerte de un ser tan vital como lo es un padre.
El maestre don Rodrigo fue un gran luchador, que enfrentó sin arredramientos al enemigo en el campo de batalla. A lo largo de sus 97 años, mi padre fue, también, un combatiente ejemplar. Sus retadores no eran, como los de don Rodrigo, moros infieles ni castellanos traidores, sino tremendas adversidades que, francamente, cuesta dimensionar.
Su padre murió cuando era solo un niño y, casi simultáneamente, la enfermedad de su madre la obligó a recluirse por mucho tiempo en un sanatorio. Así eran las prácticas de salud en esa época, que hoy nos parecen crueles.
Papá hizo frente en dos ocasiones a la viudez y al cáncer; tuvo que afrontar, además, un sinnúmero de contrariedades, sinsabores, enfermedades y desalientos. Ya nonagenario, sobrevivió al covid y su secuela de pulmonía. Quienes estuvimos cerca de él solo indirectamente pudimos percatarnos de algunas de sus aflicciones, pues no solía quejarse. Esa fue otra de sus características. No se lamentaba; enfrentaba los problemas con estoicismo, valentía y arrestos. Hasta en sus momentos finales, aquejado por una multitud de padecimientos, contestaba: “Yo estoy bien. No te preocupes por mí”.
Manrique destaca la lealtad como una de las cualidades más sobresalientes del maestre don Rodrigo. Entre los atributos de Papá, la lealtad estaba a la cabeza. Sería difícil encontrar a alguien con mayor apego familiar, con más profundo sentido del deber hacia sus ascendientes, descendientes y colaterales.
Mientras vivieron su madre y sus tíos, se comunicó con ellos todos los días y los visitó todos los domingos. A mí me apoyó con gran entusiasmo durante mis estudios en el exterior, enviándome puntualmente recortes de periódico, valiosos datos que había logrado conseguir, fotografías, libros, revistas y materiales indispensables para mis trabajos académicos.
Su lealtad a mi madre merece una mención especial. A lo largo de medio siglo le brindó el apoyo más eficiente y desinteresado, libre de todo afán de figuración o protagonismo. La estrella era ella y él estaba dedicado a ayudarla a brillar. De tantas maneras la asistió que me conmueve recordarlas. Creo sinceramente que Mamá no pudo tener un mejor compañero, alguien que en su entorno íntimo la alentara, la auxiliara y la impulsara con mayor sinceridad, teniendo siempre en cuenta su lucimiento y bienestar.
El protagonista de las Coplas era un hombre aventurero, como lo fue mi padre. Papá quería conocer el mundo; siendo muy joven —aún no terminaba la Segunda Guerra Mundial— se enroló en un barco petrolero, USS Chancellorsville. Conoció el vasto Pacífico, con sus islas dispersas sobre la línea ecuatorial, subió hasta Alaska, bajó por la costa de California y, al cruzar el canal de Panamá, continuó hasta el Atlántico Norte y su litoral europeo, así como americano septentrional.
En años posteriores, el espíritu aventurero no se extinguió, pero se ajustó a las nuevas realidades de hombre de familia. Con Mamá viajaba regularmente a lo largo del continente, desde Norteamérica hasta el Cono Sur, donde estaban sus destinos predilectos, especialmente, Buenos Aires y Santiago de Chile, ciudad donde estudió en su mocedad.
Recorrió muchas partes de nuestro país; subió con mi hijo, Francisco, el Volcán Barú y una mañana, hará algo así como cuarenta años, nos despertó a mi hermano y a mí. “Nos vamos para Bocas del Toro”, anunció. El aeropuerto de Paitilla nos quedaba muy cerca, así que de casa a la avioneta fue solo un brinco. Rememoro aquel viaje exótico, producto de la intrepidez de mi padre, cuando ir a Bocas del Toro era como entrar en la máquina del tiempo.
Don Rodrigo —el de las Coplas— le tenía un afecto especial a su solar originario y así fue también mi padre, apegado no solo a Las Tablas, su pueblo natal, sino, más ampliamente, a su patria. Estando en alta mar, buscaba en onda corta las emisoras de Panamá para escuchar, a las seis de la mañana, el Himno Nacional. Él mismo me contó: “me emocionaba hasta las lágrimas”.
Cuando el USS Chancellorsville atracó en San Diego, el capitán repartió a la tripulación extranjera el formulario para adoptar la nacionalidad estadounidense. Siendo poco más que un adolescente, Papá se lo devolvió. “No me interesa”, dijo. “Yo soy panameño”. Por eso me satisface que podamos despedirlo en esta fecha nacional, cuando conmemoramos 202 años de nuestra independencia con una decisión judicial que reafirma nuestra soberanía.
De su patria conocía los nombres de todos los pueblos, todos los ríos, todos los pájaros, todas las frutas y todos los árboles. Nunca he encontrado a alguien con tanto amor por la naturaleza tropical. Creó en su casa un vivero y hasta que tuvo uso de sus facultades motoras, atendió sus plantones con esmero legendario. Tenía una mano prodigiosa y cuanta semilla de roble, limón, caoba, guanábana, acacia, níspero, corotú, nance y tantas otras especies metía en un pote, prosperaba maravillosamente. Se preocupaba por la pérdida de la vida vegetal: “ya no quedan cañafístulos, pomarrosas, algarrobos”, deploraba y, desde que tengo uso de razón, insistía en la necesidad de sembrar árboles a las orillas de las carreteras, para que quienes conduzcan por la vía anden bajo la sombra. Plantó él mismo cientos de árboles y, cuando ya no podía ir al interior, me los daba los plantones para que yo los sembrara o regalara a nuestras amistades. Hasta en el Darién tenemos árboles de mango y aguacate nacidos en su vivero, que cuidó con la mayor dedicación casi hasta el final de sus días.
Todo esto y mucho más hizo mi padre sin alardes, sin aspavientos, sin ostentación ni exhibicionismo porque, a diferencia de don Rodrigo, el de las Coplas —quien, como buen caballero medieval, sí andaba en busca de fama, gloria y renombre— Papá fue modesto hasta el extremo. Su humildad casi franciscana era ajena a todo afán de figuración, a todo intento de atraer atención hacia sí mismo. Más que imponerse y sobresalir, le gustaba disfrutar la vida, ya fuese viendo un juego de pelota, conversando con sus allegados, yendo a la playa o escuchando música de antaño. Cuando estaba incapacitado para todo lo demás, la música fue el bálsamo que aminoró su sufrimiento y morigeró su incomodidad.
El apoyo abnegado de sus asistentes, quienes estuvieron con él desde el fallecimiento de mi madre y contribuyeron con mucho cariño a que sus últimos años fuesen agradables y llevaderos, merece mi mayor agradecimiento, que expreso desde lo más profundo. El personal médico y de salud que lo atendió, sobre todo en la última etapa, se caracterizó por su cortesía y humanidad.
A todos los que han venido hoy a acompañarnos y a quienes nos han hecho llegar tantos mensajes de aprecio y simpatía, les manifiesto mi sincera gratitud, lo mismo que al padre Edward, quien nos acoge en su casa con genuina calidez. A quienes nos siguen a través de las redes sociales, en el interior y el extranjero, les envío un saludo especial.
Mi padre tuvo, en mi vida, la presencia más importante, más constante, más prolongada, y más firme. Estuvo conmigo cuando nací y, casi seis décadas más tarde, yo estuve con él cuando murió.
Mi querido amigo, el teólogo jesuita Alejandro von Rechnitz, una vez me explicó: “por los hijos, cuando son adultos, solo hay tres cosas que podemos hacer: rezar por ellos, darles buenos consejos cuando los piden y proporcionarles buenos ejemplos.” Mi padre me proporcionó los mejores ejemplos, que estarán conmigo mientras palpite mi corazón. A mis hijos les pido que estas cualidades de su abuelo, quien tanto los quiso, y que hoy he tenido la posibilidad de exponer solo someramente—su valentía, su lealtad, su patriotismo, su amor por la naturaleza y su humildad—sean una brújula que los oriente, los guíe, los encamine y los enrumbe por las sendas de la virtud y la rectitud todos los días de su vida.
