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De la vida diaria y de lo que comía la élite en el siglo XIX

De la vida diaria y de lo que comía la élite en el siglo XIX
Edificio del Ayuntamiento. El gran centro de fiestas de élite. Cortesía/Alfredo Castillero Calvo

La historia es un proceso de cambios. Algunos avanzan muy lentamente, duran siglos y pocas veces se perciben hasta que lo estudian los historiadores del futuro. Otros irrumpen de manera explosiva y los contemporáneos no dejan de notarlos. Son los más obvios para todos. Y hay otros menos irruptivos que se deslizan sin ser advertidos, aunque no escapan a uno que otro contemporáneo. Pero ninguno de estos cambios supone necesariamente que lo que vino después tuvo allí su origen. Así es la historia de imponderable. Ni un principio anticipa el fin, ni siempre es fácil reconocer el origen de lo que vino después. Pero sea cual sea el proceso histórico, siempre tiene un ante quem, algo anterior que lo precede.

El menú colonial

Así es la historia de la alimentación. Como es obvio, la Conquista fue un punto de ruptura, marcó un antes y un después. Y como era inevitable, el conquistador introdujo cambios radicales mientras implantaba sus valores culturales, sus creencias religiosas, su forma de vida, su tecnología militar, urbanística, agrícola y mucho más. Y entre esas muchas cosas, sus hábitos de mesa y su cultura alimentaria. De esa manera, despreciaba todo aquello que chocaba con sus costumbres alimenticias. Así sucedió hasta muy avanzado el siglo XVII con el maíz, que se consideraba bueno para las mulas, pero no para la élite, o el plátano, que solo era consumido por los pobres, los esclavos y los libertos. Y cuando no había harina de trigo para el pan, debía conformarse con el cazabe, un producto indígena importado del Caribe.

Pero desde el siglo XVI hasta mediados del siglo XVII dominó la dieta hispánica y en la mesa de la élite solo se servían platos de origen peninsular. Las sabanas se cubrieron de ganado vacuno, y la carne de res se impuso en la dieta para siempre. En las ciudades o su cercanía había crianzas de cerdos y de ovejas, y en el patio de las casas se criaban aves domésticas de origen europeo. El maíz fue reemplazado por el arroz, que se introdujo desde tiempos de Pedrarias y llegaba a exportarse. Se bebía vino en lugar de agua y se cocinaba con aceite de oliva. Las frituras y los instrumentos de cocina hispánicos se implantaron para no irse más.

Solo al cabo de dos o tres generaciones, hacia mediados del siglo XVII, empezaron los cambios, coincidiendo con la decadencia de las ferias portobeleñas y en general de la economía. Se buscaron soluciones dentro del propio país y se criollizó la dieta. Algunos platos que se harían tradicionales tuvieron allí su origen. El plátano fue incorporado al menú y aparecieron los primeros cultivos de platanares para la venta. Ya entonces el ganado vacuno y el consumo de carne de res dominaba la dieta. Era tan abundante y barata, que relegó el consumo de peces y mariscos a un plano de sombra y así ha seguido hasta hoy.

Tan es así, que en la Cuaresma la Iglesia permitía comer carne. Para fines de la Colonia, sino antes, ya el maíz formaba parte de la cocina tradicional en forma de bollos, tortillas, mazamorras y tamales, y se había popularizado el sancocho de gallina. Como bebida de mesa fue lentamente incorporándose otro producto americano, el chocolate, que prevalece hasta que lo desplaza el café desde mediados del siglo XIX. El té nunca echó raíces. Y para endulzar unos y otros España introdujo la caña de azúcar y con ella eclosionó la repostería.

Los cambios que introduce La California

Así fueron definiéndose los patrones alimentarios en Panamá, hasta que se produjo el choque del Gold Rush. Por segunda vez en su historia, el país quedaba expuesto a un nuevo enfrentamiento de culturas. Y los cambios ocurrieron. Para observarlo contamos con dos fuentes privilegiadas, Matilde Obarrio, o Lady Mallet, y Jenny C. White del Bal.

Ambas son esenciales para conocer los hábitos de mesa de la élite panameña del siglo XIX: Jenny para observar los cambios ya evidentes desde mediados del siglo, y Lady Mallet para conocer las pervivencias coloniales. Separadas por una generación, son vidas paralelas.

Ambas proceden de familias aristocráticas y conservadoras. Conocen otra cultura distinta a la propia. Son inteligentes, de talante emprendedor, gozan de buena educación y escriben sobre la vida cotidiana y la cultura alimentaria panameña con simpatía y conocimiento: Jenny vivió varios años en el país y murió en Santiago, Matilde Obarrio nació y vivió aquí hasta que se marchó con su esposo a Inglaterra.

De la vida diaria y de lo que comía la élite en el siglo XIX
Matilde Obarrio de Mallet. Cortesía de Alfredo Castillero Calvo

Matilde Obarrio y las pervivencias coloniales

Matilde Obarrio Vallarino era hija de don Gabriel de Obarrio y de doña Rita Vallarino Jiménez, o Michinga. Era mujer de carácter, resuelta y persistente; mostró interés por el patrimonio cultural panameño y fundó la Cruz Roja de Panamá. Casó con sir Claude Coventry Mallet, primero cónsul, luego ministro británico en Panamá y Costa Rica y tras la independencia de 1903 cónsul general en Panamá. Por este matrimonio se convirtió en Lady Mallet. Cuando estableció su residencia en Bath, publicó en 1915 Sketches of Spanish Colonial Life in Panama. Lo escribió en inglés, lengua que había aprendido en la escuela de señoritas en Panamá y la Academia Panameña de la Historia lo publicó en su Boletín en 1934 con el título de “Bosquejo de la vida colonial de Panamá”. Ha sido reproducido varias veces.

El Bosquejo de la Vida Colonial es un conjunto de remembranzas familiares que recogen las costumbres de la élite panameña de la primera mitad del siglo XIX. Gran parte de las incidencias de la vida cotidiana que relata se escenifican en la casa de su madre. Nos recuerda cómo, siendo su madre pequeña, junto con los demás niños de la casa, se levantaba a las 5:30 a.m. para ir a la playa a bañarse, en compañía de varias esclavas. La jornada seguía con el café. “A las seis, Dionisio, el mayordomo, tenía listo el desayuno: café, bollo y queso”. “Cazabe o bollo se servía siempre en lugar de pan”

Con anterioridad a La California, escaseaba la harina de trigo y el pan era un lujo prohibido, aún para los ricos. Suplían su falta los bollos de maíz y el cazabe, cuya harina hecha de yuca amarga se importaba de Cartagena. Eran la principal fuente de calorías baratas para ricos y pobres. La California lo cambió todo. Gracias a la frecuente llegada de líneas navieras de Chile y del este y oeste de Estados Unidos se abarata la harina. Y con la harina llegaban otros productos alimenticios y bebidas que antes se desconocían y se incorporan a la dieta. El cazabe desaparece de los hábitos de mesa panameños y el pan de trigo se consume a diario en la mesa de ricos y pobres.

El título del Bosquejo puede resultar engañoso, ya que su contenido se refiere más al siglo XIX que al período colonial, en todo caso a fechas posteriores a la Independencia de 1821. De hecho, la protagonista en torno al cual se desarrolla la narrativa es su madre Michinga, que nace en 1832 (3 años antes que Jenny White), de modo que su relato corresponde a fechas posteriores. La propia Lady Mallet nace en 1872 y publica sus evocaciones a casi un siglo de distancia de los últimos días coloniales. No se trata de vivencias personales sino de tradiciones familiares, con una o dos generaciones de antigüedad.

Y continúa: “A las diez de la mañana siempre estaba listo el almuerzo”. “Era la comida principal del día, pero debía servirse ligero, pues los niños debían regresar a la escuela a las once”. Se trata de la rutina recordada por su madre, es decir una costumbre de las décadas del 30 y el 40, aunque éstas, sin duda, no debían ser muy distintas a las de fines del siglo XVIII o ya muy avanzado el siglo XIX. “A las doce, José —un sirviente doméstico—, llevaba el postre a la escuela, a veces frutas, a veces chicha de frutas, o tortas con dulces y conservas”. “Este postre se llamaba cosita”.

De la vida diaria y de lo que comía la élite en el siglo XIX
Madre y abuela de Lady Mallet. Cortesía/Alfredo Castillero Calvo

La afición por los dulces era una herencia árabe transmitida por España que se extendió por toda América. Lady Mallet menciona que en los portales del Ayuntamiento (cuya planta baja era ocupada por almacenes), “todas las mujeres que vendían golosinas y dulces se reunían allí con sus mesas y bandejas alumbradas por una triste vela de sebo”. “Allí iban los muchachos con sus ayas a comprar cocada, golloría, millo y otras golosinas”.

Los postres eran “laboriosos de hacer” y su lista era muy variada. Uno muy popular era la jalea de guayaba. Entre los menos conocidos estaba el huevo chimbo, un pudín sólido hecho con yemas de huevos; el queso de piña, una natilla en la que el jugo de piña ocupa el lugar de la leche; el manjar blanco, de leche, azúcar y especies, hervidas juntas hasta adquirir la consistencia del queso; el arroz con cacao, cocido en leche de coco y chocolate, servido con leche de coco y queso del país rayado; la mazamorra de maíz nuevo, un manjar blanco de maíz nuevo pasado a través de un tamiz y cocido con leche de coco hasta que se pone duro; la cocada nevada, una especia y aterciopelada crema de leche de vaca y leche. Para las bodas se preparaba la sopa borracha, un pudín de bizcochuelo empapado en vino de Jerez, jarabe y especies; además se servía la sopa de gloria, que difería de la borracha en que se usaba leche en lugar de vino. En la boda de sus tías mellizas el novio “insistió en que para la sopa borracha” se usara el vino húngaro Tokay. Aquel caleidoscopio de platos azucarados ya eran parte de la tradición repostera.

Los niños regresaban de la escuela a las tres de la tarde “y las esclavas se ocupaban de bañarlos”. Una de las esclavas recogía flores del jardín (rosas, hibiscos) para adornar la mesa del comedor, “y a las cuatro el acontecimiento del día tenía lugar”. Llegaba la hora de la cena, que “era un asunto importante”. La familia se vestía de gala. “El amo se ponía uno de sus mejores chalecos de satín blanco bordado”. La pechera tenía bordados imitando “no me olvides” y la adornaban botones de turquesa “como una diminuta perla en el centro”. La camisa era de encajes rizados, y la “corbata de seda” se llevaba “alrededor del cuello”. Los zapatos de charol tenían hebilla de plata. El pañuelo era perfumado con “esencia de jazmines”. La matrona “gastaba casi una hora discutiendo el tocado nocturno, antes de decidirse cual había de llevar”. Primero escogía las enaguas, por lo general tres. El vestido era de seda y terciopelo “venidos directamente de Italia”; el jubón escotado, las mangas hasta el codo.

Luego de la cena, la familia salía de paseo, lo que era “otra ocasión solemne”. Se visitaban amigos y se caminaba hasta el adarve sobre las bóvedas del cuartel de Chiriquí. A las seis se estaba de vuelta en casa. A las ocho de la noche se servía “el chocolate y barquillos, y a las nueve todos los miembros de la familia, inclusive los mozos de caballos debían estar en la sala para la oración”.

Lady Mallet también describe un célebre banquete en homenaje al general Tomás Cipriano de Mosquera en 1842. El “primer servicio” consistía en “sopas de varias clases, pescados y principios”. Al terminar éste, “los invitados se levantaron de la mesa y se entretuvieron conversando, hasta tanto la mesa estuvo lista para el segundo servicio”.

“Asados, tamales, ensaladas y vegetales fueron traídos entonces en profusión, y cuando fueron comidos, la mesa fue de nuevo abandonada, para ser otra vez arreglada”. “Al tercer servicio, hasta el mantel y las flores se cambiaron y se encendieron las velas”. Era el momento del postre, “y el café y los licores fueron servidos”. El banquete concluyó a las diez y se daba inicio al baile.

Aunque los banquetes no eran raros en Panamá, no dejaban de ser eventos excepcionales. Llama la atención el sitial de honor que le corresponde al café, ya al final, como la coronación del festín pantagruélico. Sin embargo, todavía de noche la bebida usual era el chocolate. Las dos bebidas siguen rivalizando tenazmente.

Jenny C. White del Bal y la era de cambios

Jenny White del Bal ya es conocida por la historiografía panameña. Desde que “descubrí” las cartas que le escribió a su madre y que esta hizo publicar, la di a conocer por primera vez en Panamá en El Café en Panamá (1985) y en Arquitectura, urbanismo y sociedad (1994, reeditada en 2019). Luego la aproveché en Cultura alimentaria y globalización (2010) y en un artículo de Historias, en La Prensa, que se incluye páginas atrás. Además, mi buen amigo Stanley Heckadon Moreno le ha dedicado numerosas páginas en el suplemento Épocas.

Desde que pisa tierra panameña describe lo que ve con agudas observaciones. En Colón abundaban las mujeres jamaicanas, “ofreciendo para la venta las frutas más tentadoras y una excelente variedad de pasteles”. “Estas mujeres llevaban turbantes de colores, y sus trajes eran generalmente blancos, o de muselinas de colores brillantes. Hablaban inglés, y su propio dialecto, que era una especie de mezcla de francés y español”. Antes de tomar el tren para Panamá, ella y su marido, Bernardino del Bal, desayunaron en el City Hotel, que “se parecía a una taberna rural”. La propia ciudad era poco más que “una mera colección de hoteles, algunas tiendas, los empleados de las tiendas y del ferrocarril”.

Al llegar a Panamá se hospeda en casa de doña María (o Magdalena) del Bal, tía de su esposo. Allí abundaba la buena comida y se podían escoger los platos a discreción. “Nosotras, las damas de familia nos levantamos entre las seis y ocho, según nos plazca; pero generalmente antes de las ocho”. En la sala, a las ocho, la servidumbre llevaba una bandeja con tazas y platillos, acompañados de un plato de biscochos. Allí tomaban el té, el café o el chocolate con biscochos. Después de eso se solía ir a la calle, de paseo o de visita. Luego seguía el baño y hacia las diez y media u once almorzaban. Era “una comida sustanciosa, con bistec, arroz cocido con muy poca agua y una buena cantidad de manteca, carne cortada en trozos delgados y frita con plátanos”. Se servían uno o dos platos más que ella consideraba “excelentes, pero que no comprendía” (tal vez tortillas y bollos de maíz, o tamales) y, además, plátanos asados y pan francés. Después de terminar con la comida, la mesa se retiraba y, a manera de postre, se servía a cada uno el té, el café o el chocolate y bollos.

Entre las doce y las dos se hacía la siesta. Los anfitriones “siempre” reunían a la familia en la capilla privada de la casa a las tres para orar por media hora. Entonces todos se vestían para la cena, que se tomaban a las cinco o cinco y media, y se comía tan abundantemente como en la mañana. “La cena ordinaria” consistía en pescado, sopa, carne, a veces jamón, arroz, plátano y “algunos platos incomprensibles para el extranjero” (seguramente los más típicos del país), terminando con postres de conservas, jaleas, etc. El té se servía en la sala a las seis y media para quienes lo quisieran, aunque “sólo uno o dos de la familia lo tomaban”. También se tomaba una merienda, que consistía en frutas, de las que cada día le llevaban una distinta y que disfrutaba sobre todo cuando eran preparadas con azúcar y hielo.

Jenny C. White disfrutara estas comidas y se sentía como en su casa neoyorkina. “I like the cooking better than I expected”, escribe. El pescado se cocinaba “de la manera más deliciosa, y tienen una gran variedad de excelentes sopas” (el sancocho entre ellas seguramente).

Las tiendas y los bancos abrían a las seis de la mañana. Los cumpleaños de las familias acomodadas se celebraban sin reparar en gastos, y como las familias eran numerosas no pasaba una semana sin celebrarse uno. En los dos meses que ella estuvo en la capital se celebraron cinco o seis. Luego se mudaría con su marido a Santiago, donde fijaría su residencia.

Cualquier pretexto era bueno para festejar. Y varios bailes y festejos se celebraron durante su estancia en la capital. Los bailes duraban hasta el amanecer. Se bailaba vals, polca, y redowa (todavía hoy bailada en México). Las “danzas americanas empezaban a desplazar a las bellas y gráciles danzas españolas, y algunas damas locales expresaban su descontento por la introducción de estas danzas precipitadas, que consideraban impropias para la salud en este clima, además de ser poco femeninas comparadas con las danzas tradicionales, de las cuales había una gran variedad”, como el punto. En una buena fiesta no faltaba el mulato violinista que apodaban Paganini, y la banda podía cobrar hasta 75 dólares. El propio Paganini recibía dos dólares por hora de ejecución y tenía sus propias exigencias, pues debían enviarlo a su casa en carruaje si se encontraba indispuesto. Para estos bailes las damas se vestían a la moda parisina e iban adornadas con espléndidas joyas. Michalita Sosa llevaba solitarios, aretes, y una cruz con siete grandes diamantes, aunque era una de las que menos tenían. En esta fiesta se sirvió al anochecer abundante “cake, helado, vino y ponche”. No terminó hasta las seis de la mañana.

Otro gran baile se ofreció en honor a la Comisión Científica Española, encabezada por el almirante Luis Hernández Pinzón. Fue semejante a la que se hizo en honor a T. C. Mosquera y que menciona Lady Mallet. Al igual que esta, se celebró en el piso alto del Ayuntamiento. Asistieron los 50 oficiales del escuadrón español y la flor y nata de la élite local. En la toilette de las damas se colocaron elegantes sofás, sillas y grandes espejos, también una gran mesa cubierta con floreros y una fina variedad de pomadas y perfumes en elegantes botellas. Tocó la banda de Paganini, acompañada con los 35 instrumentos que prestó el almirante Pinzón. La cena estuvo a cargo de un chef español, y rodó la champaña y el whiskey. Las mesas fueron bellamente decoradas, con profusión de flores y luces, y una gran variedad de exquisitos platos de comida formaban pirámides adornadas con la bandera española. Las damas lucieron trajes y joyas magníficas, algunas con diamantes que valían miles de dólares.

En el interior también buscaban cualquier excusa para hacer fiestas, y en los rodeos que Jenny presenció en Santiago fluían generosamente las chichas y el whiskey.

Su rutina en Santiago empezaba “a las seis”, cuando se levantaba. Después de tomar una taza de té o café, paseaba en compañía de su marido y de su cuñada Juliana, terminando por lo general con una visita a donde su suegro don Santiago del Bal. Al regreso, después de cambiarse de ropa y decir sus primeras oraciones, escribía hasta las once de la mañana, cuando tocaba la hora del “breakfast”, “que es aquí siempre una comida muy sociable” (obviamente era el almuerzo). Luego practicaba guitarra, daba lecciones de inglés a su cuñada, mientras se entretenía con su máquina de coser, “la primera que se introdujo en Santiago”. Entre las dos y tres de la tarde practicaba el español o el francés. A las tres y media se entregaba nuevamente a la oración. Luego se vestía para la cena, que se servía entre las 4:00 y 5:00, y después de cenar, la familia se mudaba al portal, donde tomaba el té o el “café noir” (es decir sin leche). Allí permanecía conversando amenamente hasta las nueve o diez, cuando rezaba el rosario y se retiraba. Todas las referencias coevas conocidas sugieren que el café que se bebía era sin leche. Muy a menudo esta rutina era interrumpida por algunas visitas, que llegaban hacia las cinco y media, mientras “tomábamos nuestro café”. Nada de chocolate y, sin embargo, mucho café, desde que se levantaban hasta retirarse.

Hasta entonces la comida conserva lo esencial de la gastronomía tradicional, aunque en los tiempos de Jenny C. White del Bal las opciones se han enriquecido. Por último, el triunfo del café se hace patente. Como bebida nocturna el chocolate se mantiene en pie hasta por lo menos los años 40, si nos ceñimos a Lady Mallet. Ya en los 1860, si seguimos a Jenny C. White del Bal, su lugar lo ha cedido al café, que se convierte en la bebida habitual para el trato social.


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